lunes, 21 de marzo de 2016

Desesperación

huida
No he podido escribir todo este tiempo a causa de una operación que me ha dejado lo suficientemente
mermado… Gracias a Dios voy recuperándome, ya puedo hacer cosas, ya me queda menos para hacer vida normal. Es increíble la cantidad de cosas “normales” que hacemos que no nos damos cuenta hasta que, justamente, no las podemos hacer.
En todo este tiempo he leído, también he visto. La semana pasada quise ver y no fui capaz, no porque perdiese visión, sino porque no resistí las imágenes: se trataba de un reportaje sobre el éxodo de los refugiados que huyen de la guerra de Siria, un reportaje desde dentro de manera que prácticamente estabas a su lado… Entonces apareció una valla, una valla de alambres espinosos, cortantes, que impedía avanzar a un grupo que se movía de noche, con mujeres, con niños. Alguien vigilaba a las patrullas de soldados y alguien cortaba los alambres y hacía un agujero improvisado en esos alambres por el que se podía pasar con mucha dificultad. Dieron la voz: “¡Ahora! ¡No hay vigilancia, vamos, que pasen las familias juntas!” Y pasó una mujer, y dos niñitos. Dios mío, dos niños pequeños cruzando por aquel agujero, de noche, con miedo, en un lado su madre, en el otro aún, su padre, animándolos y ayudándolos para que no se cortasen o quedasen enganchados en los alambres… Y llegó una pareja de soldados. Las personas que estaban en este lado de la valla les imploraron que dejasen pasar al padre, era el único que faltaba, y le dejaron ¿Qué más les daba? No iban a llegar muy lejos.
No sé si fue esa misma noche o la siguiente, una multitud parece que consigue avanzar hacia la frontera para pasar a la tan ansiada Europa. Hay mujeres, hay niños, hay personas en carros de inválidos, hay muchos jóvenes arengando a los demás para animarlos a seguir… y de repente la multitud se frena: hay un cordón de militares que les impide seguir. Y empiezan las carreras, los gritos, los empujones de los que quieren seguir y no pueden porque los de delante están obligados a parar. Y los niños… Ahí fue donde no pude seguir. Dios mío, pensé, ¿Qué pasa con esos niños? Es de noche, se ven rodeados de hombres que gritan, de luces de linternas, golpeados, empujados, indefensos, cansados, hambrientos, mojados… ¡realidad desesperante!
Apagué la televisión, huí de la realidad, ¿Qué más podía hacer? Solo pedir por ellos, pedir que el corazón de los dirigentes que apagan sus televisores sea tocado, se sienta generoso, aparque su egoísmo, tenga misericordia de esos niños. ¿Qué culpa tienen ellos de la atrocidad del hombre que se sumerge en una guerra brutal como si no se supieran las consecuencias de este acto de barbarie?
¿Acaso nadie ve las consecuencias de una guerra? ¿Nadie ve la destrucción, la miseria, la necesidad de las personas inocentes de la animalidad a la que se llega cuando la guerra consigue adueñarse de las ciudades, de los campos, de un país? ¿Es que nos hemos vuelto tan insensibles?
Como leía el sábado pasado, “el problema del mundo es ante todo un problema moral”. No es un problema político, económico, ecológico o social. Es un problema de la condición del hombre, de su corazón, de nuestro corazón. El hombre no es capaz de lo mejor porque al final siempre estropeará todo por su orgullos, egoísmo y falta de rectitud moral.
Sólo Dios puede cambiar ese corazón, solo una vida en Cristo Jesús cambiará nuestra vieja naturaleza en una persona nueva, renovada, capaz de amar, capaz de sentir amor por los demás, capaz de tender una mano. Sólo la fe en Cristo, creyendo en Él, puede producir el cambio.
¡Que Él nos ayude para que así sea!