Qué es vuestra vida?, pregunta Santiago desde su carta. Me
imagino tantas respuestas que… se convierten en un rumor sordo, un run-run como
si de un rezo se tratase, porque la pregunta se puede dirigir a, si mi vida
tiene sentido, o si es provechosa, o si por el contrario es una vida vacía o…
llena de contenido… ¡hay tantas respuestas! Pero la respuesta que Santiago
espera tiene que referirse al valor de esa vida, a su peso en oro, a su edad, a
su importancia comparándola con lo que me rodea… La respuesta viene
repitiéndose a través de los siglos y nos pone en nuestro sitio: “Sois un vapor
que aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece.” ¿Nada más? Nada más.
La misma respuesta a través de los siglos. Fíjate lo que decía Job muchos
siglos antes: “Acuérdate de que mi vida es un soplo”. Lo mismo ¿no? “Porque mis
días se han disipado como humo”, escribió luego el salmista. Ahora se dice: “La
vida pasa en un vuelo”, sobre todo a partir de ciertas edades cuando se ve más
cerca el final y más lejano el principio.
La brevedad de la vida es un tema que nadie nos va a
discutir, pero, si la vida pasa tan rápido, ¿qué hay que hacer para
aprovecharla más intensamente, para hacerla útil, fecunda, que no acabe en fracaso?
Respuesta: Tomas buenas decisiones. ¿Sobre qué?
Hay quien me va a decir que cada día estamos tomando
decisiones hasta inconscientemente. Y es verdad, pero a veces la toma de
decisiones erróneas nos aboca a una vida más complicada, una vida que ya de por
sí es un conjunto de tristezas y alegrías, problemas y resoluciones (o no),
esperanzas y desesperaciones… Pero al final, nosotros somos los responsables de
esa toma de decisiones, aunque muchas veces nos gustaría desaparecer del mapa
cuando una mala decisión nos ha llevado al fracaso más estrepitoso. Igualmente
ocurre en el caso contrario: subiríamos al edificio más alto para proclamar a
los cuatro vientos que nuestra decisión ha sido un glorioso éxito El caso es
que es verdad que cada día tomamos muchas decisiones, pequeñas o grandes, con
más criterio o con menos ya que muchas veces tenemos que, o deberíamos,
diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal, lo que debo y no debo
hacer. Claro, ante esto, que sucede cada minuto de nuestra vida, oigo
argumentos del tipo: ¿quién decide lo que está bien y lo que está mal? Mi
rotunda respuesta es Dios. Claramente Él nos dio La Ley para diferenciar lo que
está bien desde Su perspectiva y lo que está mal. Pero, la gran mayoría, no es
consciente de que Dios nos haya dado ninguna Ley. ¿Sabes? Hay una revelación
muy fuerte en la Biblia: dice que esa Ley está escrita en nuestros corazones.
Dice así: “Ellos (los gentiles) muestran la obra de la ley escrita en sus
corazones, mientras que su conciencia concuerda en su testimonio; y sus
razonamientos se acusan o se excusan unos a otros.”
La obra de la Creación fue buena y perfecta como repite
Génesis continuamente y aquí, en este texto, damos un paso más en el
conocimiento de lo bien que nos creó Dios, que nos hizo a su imagen y
semejanza, y en esa parte de Su imagen, estableció en nuestra parte espiritual,
como para que quedase grabado a fuego, principios éticos universales que son
los que nos hacen entender, desde una perspectiva divina, y por lo tanto
perfecta, lo que está bien y lo que no lo está. Así que, aunque no creamos en
Dios, inconscientemente, utilizamos Su criterio para actuar. De otra manera, el
mundo ya hace tiempo que sería un caos indescriptible. O sea que cuando hacemos
algo que está mal, algo contrario a la voluntad de Dios, tenemos conciencia que
“eso” ha estado mal hecho. Siempre hemos oído hablar del “remordimiento de
conciencia”, una circunstancia que ha llevado a criminales, ladrones y otras
personas a tener que confesar su delito o, mucho peor, quitarse la vida por no
poder soportar esos remordimientos. ¡Somos responsables de nuestras decisiones!