sábado, 16 de agosto de 2014

Las dos partes

¿Cómo es con los que ya, desde su primer día en este mundo, aún bien no han abierto sus ojos, descubren que solo hay más oscuridad, y que, si se crían, y si crecen y viven, descubren que han “caído” en el lado oscuro del planeta? Es como si hubiesen nacido en la luna donde una mitad recibe la luz del sol, casi siempre, y la otra permanece en tinieblas, como olvidada, fría, un punto misteriosa.
Del frío al calor, del viento a la calma, de la sonrisa al llanto, de la paz a la guerra, del amor al odio, de la alegría a la tristeza, del hablar al mutismo, del mirarse al evitarse, del saludo al desencuentro, del “buen rollo” al malo, del ánimo al desánimo, del optimismo al pesimismo, del éxito al fracaso, de la riqueza a la pobreza…
En un pequeño instante todo cambia. ¿Cómo mantener la entereza ante esto? ¿Cómo conservar la calma ante los cambios tan repentinos? Brotan tan abruptamente, no te dan tiempo a reaccionar; cierras un momento los ojos y al abrirlos de nuevo… ¿Y qué ha sido? ¿un segundo? Apenas… y todo ha cambiado. Es como si la vida se hubiera propuesto amargarte la fiesta. Es como si Satanás se hubiera presentado ante Dios para, señalándonos con el dedo, sugiriese que estamos demasiado bien y que por qué no le da permiso para cambiar la situación y en lugar de llevar el viento de popa, nos lo pone de costado o de proa, como sugirió malignamente, hace siglos, cuando la tomó con Job, una persona íntegra y recta.
Prefiero recordar la paz, la sonrisa, el amor, la amabilidad, el momento bueno ¿y quién no? Pero reconozco que el que taladra mi estómago y dificulta mi respiración es el momento doloroso, el triste, el enfermo, el oscuro, el silencioso, el que consigue agitar mi alma que, solo hace un momento, dormitaba plácidamente.
Pero… ¿qué digo? ¿seré egoísta? Estoy hablando desde la perspectiva de alguien que ha comprobado que existen estos cambios, alguien que ha tenido la oportunidad de estar en las dos partes, en la buena y en la mala. Cambiemos de perspectiva, miremos más allá, desentumezcamos nuestra percepción y preguntémonos: ¿Cómo es con los que ya, desde su primer día en este mundo, aún bien no han abierto sus ojos, descubren que solo hay más oscuridad, y que, si se crían, y si crecen y viven, descubren que han “caído” en el lado oscuro del planeta? Es como si hubiesen nacido en la luna donde una mitad recibe la luz del sol, casi siempre, y la otra permanece en tinieblas, como olvidada, fría, un punto misteriosa.
Creo que por más que me esfuerce, no voy a conseguir saber que siente ese niño, que piensa, con qué palabras lo consuela su madre, una madre anestesiada de dolor, de hambre real, de preguntas, de desesperación. Solo la parte oscura, sin luz, sin abrigo, sin cariño, sin protección ante ese mundo en el que han nacido y que parece un sin sentido, un teatro del horror, un calabozo mal sano del que solo se puede salir a través de la muerte. La muerte como liberación.
Esa parte la conocemos aunque no vivamos allí porque nos lo dicen todos los días, aunque nuestros oídos insensibles se nieguen a informarnos: cada día mueren cientos de niños, mujeres, personas que han nacido en el “tercer mundo”; mueren de hambre, de enfermedad, de tristeza porque han nacido en ese lado…
¿Qué pueden decirnos ellos de justicia, de política, de progreso, de industrialización, de bienestar social, de calidad de vida? Nada. Han nacido sin nada de eso, nadie les informa de que existen esas cosas, porque si alguna madre se entera de que en alguna parte, en alguna dirección desde ese pozo negro en el que han nacido, existe algo mejor que lo que ellas conocen, esa madre se lo va a decir a su hijo, para que, si consigue salir adelante, tome su mísera vida y se ponga en camino con la mirada puesta en la luz, en esa otra parte del planeta, en la que parece que hay (dicen), personas que reciben tanto dinero ¡cada día! que no tienen tiempo real de vida para gastárselo; que tienen tanta comida a su alcance para escoger que prefieren comer muy poco, apenas una pequeña muestra de lo que les han cocinado, y el resto, toda la ingente cantidad de comida que les sobra, (dicen), la tiran.
En sus chozas no entra ni una mosca a pesar de que las construyen enormes, no se sabe muy bien por qué, será para gastar tanto dinero como (dicen) tienen. Emplean a gente para que las mantenga limpias y, tal vez por esa limpieza es muy difícil que se enfermen; su agua les llega cristalina, no está contaminada ni sucia, ni escasa…, agua cristalina y abundante, la que quieran, más, mucha más de la que necesitan.
Y también tienen médicos y medicinas de todas clases y remedios que en el lado oscuro ni se adivina que existen porque allí no llegan; a veces envían unos pocos y se los van quedando por el camino, en manos de otras personas que también quieren tener más de lo que necesitan y que, inexplicablemente, no tienen remordimientos en quedarse con lo que no es suyo.
Esa madre le dirá todo eso a su hijo para que, si crece y con suerte llega a adulto, empiece su éxodo empujado por aquellas palabras, por aquellas visiones, por aquella luz que (dicen) hay en la otra parte. Saldrá a buscarla. Otra cosa es que llegue o que le dejen pasar.