No he podido escribir todo este tiempo a causa de una
operación que me ha dejado lo suficientemente
mermado… Gracias a Dios voy
recuperándome, ya puedo hacer cosas, ya me queda menos para hacer vida normal.
Es increíble la cantidad de cosas “normales” que hacemos que no nos damos
cuenta hasta que, justamente, no las podemos hacer.
En todo este tiempo he leído, también he visto. La semana
pasada quise ver y no fui capaz, no porque perdiese visión, sino porque no
resistí las imágenes: se trataba de un reportaje sobre el éxodo de los
refugiados que huyen de la guerra de Siria, un reportaje desde dentro de manera
que prácticamente estabas a su lado… Entonces apareció una valla, una valla de
alambres espinosos, cortantes, que impedía avanzar a un grupo que se movía de noche,
con mujeres, con niños. Alguien vigilaba a las patrullas de soldados y alguien
cortaba los alambres y hacía un agujero improvisado en esos alambres por el que
se podía pasar con mucha dificultad. Dieron la voz: “¡Ahora! ¡No hay
vigilancia, vamos, que pasen las familias juntas!” Y pasó una mujer, y dos
niñitos. Dios mío, dos niños pequeños cruzando por aquel agujero, de noche, con
miedo, en un lado su madre, en el otro aún, su padre, animándolos y ayudándolos
para que no se cortasen o quedasen enganchados en los alambres… Y llegó una
pareja de soldados. Las personas que estaban en este lado de la valla les
imploraron que dejasen pasar al padre, era el único que faltaba, y le dejaron ¿Qué
más les daba? No iban a llegar muy lejos.
No sé si fue esa misma noche o la siguiente, una multitud
parece que consigue avanzar hacia la frontera para pasar a la tan ansiada
Europa. Hay mujeres, hay niños, hay personas en carros de inválidos, hay muchos
jóvenes arengando a los demás para animarlos a seguir… y de repente la multitud
se frena: hay un cordón de militares que les impide seguir. Y empiezan las
carreras, los gritos, los empujones de los que quieren seguir y no pueden
porque los de delante están obligados a parar. Y los niños… Ahí fue donde no
pude seguir. Dios mío, pensé, ¿Qué pasa con esos niños? Es de noche, se ven
rodeados de hombres que gritan, de luces de linternas, golpeados, empujados,
indefensos, cansados, hambrientos, mojados… ¡realidad desesperante!
Apagué la televisión, huí de la realidad, ¿Qué más podía
hacer? Solo pedir por ellos, pedir que el corazón de los dirigentes que apagan
sus televisores sea tocado, se sienta generoso, aparque su egoísmo, tenga
misericordia de esos niños. ¿Qué culpa tienen ellos de la atrocidad del hombre
que se sumerge en una guerra brutal como si no se supieran las consecuencias de
este acto de barbarie?
¿Acaso nadie ve las consecuencias de una guerra? ¿Nadie ve
la destrucción, la miseria, la necesidad de las personas inocentes de la
animalidad a la que se llega cuando la guerra consigue adueñarse de las
ciudades, de los campos, de un país? ¿Es que nos hemos vuelto tan insensibles?
Como leía el sábado pasado, “el problema del mundo es ante
todo un problema moral”. No es un problema político, económico, ecológico o
social. Es un problema de la condición del hombre, de su corazón, de nuestro
corazón. El hombre no es capaz de lo mejor porque al final siempre estropeará
todo por su orgullos, egoísmo y falta de rectitud moral.
Sólo Dios puede cambiar ese corazón, solo una vida en Cristo
Jesús cambiará nuestra vieja naturaleza en una persona nueva, renovada, capaz
de amar, capaz de sentir amor por los demás, capaz de tender una mano. Sólo la
fe en Cristo, creyendo en Él, puede producir el cambio.
¡Que Él nos ayude para que así sea!