“Todo tiene su momento
oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo
para
nacer, y un tiempo para morir; un
tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para intentar, y un tiempo para desistir;…”
Las palabras del escritor del libro de Eclesiastés, dan
siempre pie para meditar, para ponerse las gafas de filósofo y observar y
rumiar con parsimonia los pensamientos que fluyen como si quisiesen ser
plasmados en alguna hoja en blanco. El escritor de Eclesiastés, “el Predicador”
como también se le llama, era un observador; cuando vas cumpliendo años, te
vuelves observador; debe ser eso lo que me pasa porque cuando fluyen algunas
pobres reflexiones fruto de esas sencillas observaciones, más bien poco profundas, me digo: esto tengo
que escribirlo. Y en esas estamos porque ayer me tocó ir a buscar a mi nieta a
su colegio; como hacemos cuando hace buen tiempo, nos dirigimos andando hacia
un parque cercano y, en ese breve paseo admiré su tremenda vitalidad incipiente
en contraste con mi renqueante parsimonia abuelil: ¡qué fuerza en un cuerpo tan
diminuto! ¡qué derroche de energía! ¡cuánta vida! Y entonces me acordé: todo
tiene su momento oportuno y ¡qué rápido se pasa!
No sé cuánto tiempo de admiración me queda, pero cuando
observo esa fuerza, esa vitalidad, esas ganas de conocer todo con esos ojos
cargados de inocencia y de curiosidad, esa dependencia de la mano del abuelo,
ese orgullo infantil de las cosas que ya se saben e incluso reciben la
aprobación de los ‘mayores’, cuando observo, digo, todo ese germinar vital, me
emociono pensando en el Creador de tanta belleza. El Predicador lo escribe así:
“Sin embargo, Dios lo hizo todo hermoso
para el momento apropiado. Él sembró la eternidad en el corazón humano, pero aún
así el ser humano no puede comprender todo el alcance de lo que Dios ha hecho
desde el principio hasta el fin” (Eclesiastés 3:11). Dios lo hizo todo
hermoso y nosotros, por nuestra inútil rebeldía, nos hemos encargado de
estropearlo. Pero han quedado cosas que hay que buscar y que brotan, llenas de
color, cuando tienes un corazón dispuesto a admirar y alabar Su Obra. No
encuentro palabras para describir tanta belleza surgiendo de la nada, al azar,
sin un diseño inteligente, porque los que niegan a Dios se amparan en esas
teorías llenas de vacíos, nieblas, interrogantes y, sin más, generan evidencias
que no existen para respaldar esas huecas teorías. A pesar de todo, ese texto
de Eclesiastés 3:11, nos revela que Dios ha puesto en el corazón de cada
persona la necesidad de conocerlo y la esperanza de vida eterna: “Él sembró la eternidad en el corazón humano…”
Sin embargo, el ser humano en su empecinamiento, rehúsa escuchar la voz del
corazón, y lo que hace es erróneo porque el vacío que hay en cada corazón, solo
puede llenarlo Dios mismo. Él quiere tener una relación personal, íntima, sin
barreras, con cada persona. Por eso vino Jesucristo, para que pudiéramos
disfrutar de esa relación pura con Dios y de la vida eterna que nos ofrece: “Y sabemos que el Hijo de Dios ha venido y
nos ha dado entendimiento, para que podamos conocer al Dios verdadero” (1
Juan 5:20). Por tanto, hay una decisión sensata que tomar porque un día toda
persona será juzgada, sea creyente o no y los que hayan rechazado a Dios porque
han preferido interesarse solo por el mundo físico, por lo que el mundo nos da,
esas personas serán condenadas por tomar la decisión equivocada. Sin embargo,
el que responde a la invitación de salvación del Señor, tendrá vida eterna. “No se dejen engañar; nadie puede burlarse
de la justicia de Dios. Siempre se cosecha lo que se siembra. Los que viven
solo para satisfacer los deseos de su propia naturaleza pecaminosa, cosecharán,
de esa naturaleza, destrucción y muerte; pero los que viven para agradar al
Espíritu, cosecharán vida eterna.” (Gálatas 6:7-8). Hoy es el día de tomar
esa decisión.