‘convertirse’ en el argot evangélico.
Sobre esa década, leí esta historia en una de las hojas del calendario de la Editorial La Buena Semilla:
“La historia de una conversión”.
“En 1975 estuve como ayudante en una familia creyente. Admiraba mucho a la madre de familia, quien criaba a sus hijos con amor y sencillez. Me impresionaba que orásemos antes de las comidas. En 1980 mi padre me pidió que le consiguiera una Biblia. Dos años después murió en paz con Dios. Después del entierro, mi madre me devolvió la Biblia, pues le incomodaba que ese voluminoso libro le ocupara mucho espacio. Yo la dejé en un rincón y no la abrí durante dos años pero un buen día empecé a leerla. Aunque no comprendía casi nada, no podía dejar de leer. Leyendo el libro de Proverbios, todos mis pecados salieron a la luz.
Desde que abrí esa Biblia tuve ganas de volver a ver a la madre de familia en cuya casa había trabajado. Entonces fui a una reunión cristiana para encontrarme con ella, pero me equivoqué de lugar y no la vi. ¡Sin embargo, fue ese 18 de noviembre de 1984 el día más hermoso de mi vida! Lloré desde el principio hasta el final de la reunión. Todavía me acuerdo de algunas frases: “El Señor Jesús es tu amigo, pues Él también sufrió y pasó por la tentación. Háblale y dile qué es lo que te oprime el corazón…”. El Señor, con mucha dulzura, me acercó a Él. Entonces oré: “Señor, te abro la puerta de mi corazón”. Al salir de la reunión, las lágrimas todavía corrían por mis mejillas, ¡pero eran lágrimas de alegría!”
En el artículo que he mencionado antes, escribí: “En el diccionario dice que “convertir a alguien” es “hacer que una persona llegue a ser algo distinto de lo que era.” En muchas predicaciones he oído aplicar el sinónimo “cambiar radicalmente” a lo que es una conversión según lo entendemos por la Biblia y siempre se nos ha explicado por un giro de 180º La persona iba en una dirección, tenía unas prioridades, unos objetivos, le gustaban unas cosas, llevaba una forma de vida y… “cambia” y ahora va en la dirección opuesta: posiblemente si trabajaba siga en su mismo trabajo; si tenía familia sigue con su familia, la quiere más, la cuida y la protege con más amor, sigue con ella pero sus prioridades son otras, sus objetivos son otros, de repente le gustan otras cosas distintas y lleva otra forma de vida, se ha convertido, ha cambiado…”
En la historia que he transcrito de La Buena Semilla, se nos cuenta de una persona que vive una transformación a consecuencia de leer la Biblia, asistir a una reunión donde se predica el Evangelio y el amor de Dios y, en una decisión que parece espontánea pero que por la Biblia sabemos que es una obra del Espíritu Santo (Dios), “abre la puerta de su corazón” para que el mismo Señor Jesús lo ocupe y pase a ser el Señor y Salvador de su vida.
En pocas palabras, ha pasado de ser de una forma a ser de otra, ha pasado a ser una persona nueva, limpiada del pecado por la sangre de Jesucristo, reconociendo por sus lágrimas esa limpieza, ese alivio y la paz de restablecer su relación con el Dios Santo con el que es imposible relacionarse si no estamos limpios de nuestros pecados.
Estos cambios, esta conversión, es lo que Dios desea para todas las personas. Hay un texto que lo explica así: “Dios nuestro Salvador quiere que todos se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Timoteo 2:3-4). Pero Dios no obliga a nadie; Él lo desea pero no nos puede convencer. ¿Qué es lo que nos puede convencer? La verdad que se revela en la Palabra propia de Dios, la que viene en la Biblia: “La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios.” (Romanos 10:17). Si no tuviésemos la Biblia, la Palabra de Dios escrita, no sabríamos de qué trata esto, pero Dios se ha preocupado de que la Biblia, viajando a través de los siglos y con no pocos obstáculos, haya llegado íntegra hasta nosotros para que tengamos la oportunidad de saber qué es lo que Dios hizo, qué es lo que desea y qué es lo que le agrada. Producto de este conocimiento es cuando se produce la conversión, cuando Cristo mismo entra a morar en nuestros corazones de manera espiritual pero que es una realidad en la vida de cualquier creyente, una realidad que se palpa, se vive, se siente a medida que van pasando los años y esa convivencia se arraiga en la persona convertida.
Una de las conversaciones más interesantes que registra el evangelio de Juan, es la que mantiene Jesús con Nicodemo, un líder religioso judío, el cual nada más empezar escucha de Jesús estas palabras: “Te digo la verdad, a menos que nazcas de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” (Juan 3:3). Como podemos observar, Jesús fue directo al quiz de la cuestión: un nuevo nacimiento no consiste en volverse de nuevo bebé, sino en comenzar una ‘nueva vida’ en la que ‘se muere al pecado’ y ‘se nace en Cristo’. Es muy normal que en las diferentes religiones se enseñe a llegar a Dios por medio de diferentes rituales, añadiéndole méritos (obras) personales; todos recordamos la frase: “con tus buenas obras tienes el Cielo ganado”. Pero eso no es lo que dice Dios en Su Palabra sino todo lo contrario: es imposible llegar a conocer a Dios por esos medios, y eso es lo que le dice Jesús a este religioso en su conversación: “Te digo la verdad, nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace de agua y del Espíritu… la vida espiritual nace del Espíritu Santo. Así que no te sorprendas cuando digo: Tienes que nacer de nuevo.” (Juan 3:5-7).
El testimonio que he transcrito antes habla de esta experiencia; es una realidad que hemos vivido todos los creyentes y es una realidad que puede vivir cualquier persona que desee cambiar su vida, reestablecer su relación con Dios, despojarse de la carga que supone arrastrar con nuestra vida de pecado, sentirse libre y aliviado, porque Jesucristo ha pagado el coste de el pecado que hemos cometido, cometemos y cometeremos. Jesús ya ha pagado todo. Reconociendo que esto es así, aceptamos a Jesús como nuestro Salvador y Señor y comenzamos lo que la Biblia llama la nueva vida en Cristo. Como el protagonista de esa historia, solamente tenemos que decirle a Jesús: “Señor, te abro la puerta de mi corazón.”