“¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16:13). Ellos muy bien contestaron: “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o uno de los profetas.” Pero Jesús quería apuntar a los suyos y saber de sus labios lo que había en su corazón. El impulsivo Pedro, no se si en el pensamiento de todos, tuvo la respuesta que el mismo Jesús aclaró era inspirada por Dios mismo en la ‘persona’ del Espíritu Santo: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” El Cristo y el Mesías es la misma persona; el Mesías era el Salvador anunciado en el Antiguo Testamento, el salvador y rey descendiente de David, prometido por los profetas al pueblo hebreo. Para el cristianismo el Mesías es el redentor enviado por Dios para salvar a la humanidad. Jesús se anunciaba como ese Mesías, el Hijo de Dios, Dios mismo. Hay un texto muy definitorio en el Evangelio de Juan que explica de esta manera quién es Jesús: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:14). ¿A que se refiere con La Palabra? Hay que leer los primeros versículos de ese capítulo para saber a qué se está refiriendo: “En el principio era la Palabra (o el Verbo), y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios.” “La Palabra era Dios, o sea, que según el verso 14, Dios se hace “carne”, se hace hombre. ¿Defendió Jesús en alguna ocasión esta afirmación del evangelista Juan? Sí lo hizo pero siempre apelando a lo que de Él se había dicho ya desde el Antiguo Testamento. Concretamente uno de los títulos que más se adjudicó fue el de designarse a sí mismo en tercera persona como “el Hijo del Hombre” mencionado en el libro de Daniel: “Estaba yo mirando en las visiones de la noche, y he aquí que en las nubes del cielo venía alguien como un Hijo del Hombre. Llegó hasta el Anciano de Días y lo presentaron delante de él. Entonces le fue dado el dominio, la majestad y la realeza. Todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su dominio es dominio eterno que no se acabará; y su reino, uno que no será destruido.” (Daniel 7:13-14). Los judíos que por aquella época estudiaban la Biblia de que disponían, el Antiguo Testamento, entendían que el Hijo del Hombre se refería al Mesías prometido, el Hijo de Dios encarnado, al que, según el texto, se le da autoridad, majestad y realeza hasta el punto de que las naciones le sirven. Bien, pues en el Nuevo Testamento Jesús se asigna este título al menos unas 40 veces.
La forma de actuar de Jesús anunció siempre quien era: Perdonó pecados, dijo ser anterior a Abraham, habló de Dios como que era Su Padre, aceptó ser adorado como por ejemplo cuando alguno de sus discípulos reconocía su divinidad. Cuando Pedro, en el momento en que hizo aquella afirmación de “Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, Jesús no lo corrigió, todo lo contrario, lo aceptó como una revelación directa del Padre celestial.
Hay dos momento en los que según los Evangelistas, Jesús afirma rotundamente ser el Mesías, ser Dios encarnado. Una es cuando está hablando con la mujer samaritana, vamos a recordar el pasaje: “Le dijo la mujer:—Sé que viene el Mesías —que es llamado el Cristo—. Cuando él venga, nos declarará todas las cosas. Jesús le dijo:—Yo soy, el que habla contigo.” (Juan 4:25-26). Y otro es cuando está siendo sometido a interrogatorios antes de ser crucificado, concretamente cuando está hablando con el sumo sacerdote Caifás: “Otra vez el sumo sacerdote le preguntó y le dijo:—¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Jesús le dijo:—Yo soy. Y además, verán al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo con las nubes del cielo.” (Marcos 14:61-62). La reacción del sumo sacerdote ante semejante afirmación fue de escandalizarse, acusó a Jesús de blasfemar y lo entregó como condenado a muerte. No solo no creían a su respuesta sino que pensaban que estaba loco. El decir que era el Mesías, el decir que era Dios: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30), fueron algunas de las razones por lo que lo mataron crucificándolo. Lo que no sabían era que estaban colaborando en el Plan divino para que Él cumpliese en sí mismo la profecía de Isaías: “el SEÑOR cargó en él el pecado de todos nosotros.” (Isaías 53: 6).

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