Hoy he leído algo que Ray Stedman
escribió: “Cuando el amor de Dios brilla en nuestro corazón, nos volvemos más
receptivos con los demás. Esto permite que la fragancia de su amor fluya y
atraiga a quienes nos rodean.”
Automáticamente me sentí señalado:
¿fluye la fragancia del amor de Dios del interior de mi corazón? ¿Atrae esa
fragancia a los que me rodean? Sinceramente, creo que en muy pocas ocasiones.
Como para corroborar este remordimiento, fui llevado a la amonestación de
Colosenses 3:8 “Pero ahora, dejad también
vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia y palabras groseras
de vuestra boca.”
A nuestro alrededor, no están
solamente los hermanos con los que coincidimos los domingos en la iglesia o los
amigos o familiares con los que nos reunimos en ocasiones especiales. Hay
personas que viven con nosotros el día a día, en nuestro trabajo, en nuestro
hogar, personas que son las que pueden percibir la fragancia que fluye de
nuestro corazón y que también perciben el olor amargo que desprende la ira
repentina, el enojo incontrolado o la malicia ponzoñosa en la respuesta
impropia de un “escogido de Dios”. ¡Dejad también vosotros todas estas cosas! “Como escogidos de Dios, santos y amados,
vestíos de profunda compasión, de benignidad, de humildad, de mansedumbre y de
paciencia” (Colosenses 3:9). Dios conoce nuestra debilidad y por eso nos
corrige y, si observáis, todo con lo que nos dice que nos “vistamos” es
justamente lo contrario de lo que tenemos que dejar si queremos que “el amor de
Dios que ha sido derramado en nuestros corazones”, como creyentes en Cristo,
como hijos de Dios, haga fluir la fragancia de Su Amor: En lugar de ira,
mansedumbre, humildad; en lugar de enojo, profunda compasión, paciencia; en
lugar de malicia, benignidad.