Nuestra mente es un banco de imágenes. A veces se quiere
disparar sola, rompiendo nuestra reticencia a rememorar imágenes asociadas a
recuerdos que, tal vez, no nos gustan demasiado.
En mi caso, a veces la reto. ¿Cuál es el recuerdo más
antiguo de la infancia, de la adolescencia, que me puedes mostrar? Flashes, imágenes
en blanco y negro, cine mudo de vivencias… olores casi olvidados.
Me quedo con los buenos momentos. Tapo, y me esfuerzo, por olvidar
los malos. “Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas.” Hay
imágenes de pecados pasados que no quiero rememorar y me apoyo en la certeza de
que Dios los ha olvidado todos bajo su perdón. Esos malos recuerdos regresan
para acusarnos una y otra vez pero sabemos que “si nuestro corazón nos reprende,
mayor que nuestro corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas.”
Hay flashes de la infancia que me gustaría ver con nitidez,
por curiosidad, por saber… Aquellos paseos con mi abuelo ¿qué me contaría?
recuerdo su sonrisa enigmática, un poco burlona, pero satisfecha… ¿Y aquella afición
mía por la batería? Montaba una en cualquier sitio y me pasaban las horas
marcando ritmos que a mí me parecían fantásticos. Un músico frustrado, me
repetí muchas veces. Y los viajes en la moto Guzzi de depósito rojo y marchas
en el lateral. Ahí sí que pillé afición.
Muchas travesuras infantiles se agolpan queriendo salir pero
no les dejo. Mi mente era un torbellino de imaginación y, los que me
secundaban, las sufrían conmigo, o las vivían, no sé si convencidos, no puedo
saber cómo, porque no tengo la perspectiva del adulto para analizarlos. ¿Por
qué no me dediqué a escribir? Me gustaban las redacciones que me ponían en
clase, ahí disparaba mi imaginación y la plasmaba en el papel. A alguna de mis
profesoras les encantaban, lo recuerdo muy bien porque potenciaban mi ego y yo quería
volver a escribir, y volver a escribir. Mi madre debía estar mosqueada de que
cada dos por tres tuviese que “hacer una redacción”. Pero era donde se
manifestaba mi mundo hasta que descubrí el cine. Eso ya me superó. Desde muy
pronto comencé a asistir los sábados por la mañana a la proyección de una
película en el cine del instituto. Por entonces cursaba lo que se llamaba
preparatoria. Y el sábado era el día. No recuerdo ninguna película que me impactase.
Solo recuerdo el apelotonamiento en la puerta de entrada que se vencía por los
empujones de los más grandes en estatura. Ese recuerdo es desagradable. También
me acuerdo de los cortes: estabas todo concentrado viendo al zorro en plena
acción (acabo de recordar que nos ponían muchas películas del zorro), y ¡zas!
pantalla en blanco, luces que se encendían. Ahora sé que se trataba de un
cambio de rollo. Aquellos rollos que veíamos transportar en unos sacos
marrones, casi misteriosos, con una etiqueta anudada en el cuello de la
abertura: “Los tres mosqueteros”. A lo mejor. También recuerdo el aspecto del
profesor de preparatoria que era el operador de la máquina de proyección. La
misteriosa salita en donde estaba el proyector no la conocía, no se podía acceder
a ella, me comía la curiosidad por saber que había allí o como era. Años más
tarde pude fisgonear desde la puerta. Estaba muy bien montada. Era un cine con
todas las de la ley, no había duda.
Durante muchos años tuve el nombre de aquél profesor delgado
y con gafas en mi mente. Ahora ya no lo recuerdo. ¿Don Félix? ¿Don Marcos? Algo
así. No era el que me tocaba en mi clase. Había dos, el mío era Don Antonio.
Era muy bueno y nos enseñaba muy bien. Me gustaba más que el otro que se veía
muy nervioso. Don Antonio se veía como más entero, más sabio, más profesor…
En ese salón de actos del instituto consolidé mi afición al
cine, porque ya me venía de antes. Mis padres me llevaron al cine desde bien
pequeñito. De esa época solo recuerdo que íbamos, poco más, ¡ah! Y el suelo,
que era de madera….
Escenas de cine, cine de doble sesión, olores de ambientador
que te quedaban impregnados y se introducían en la propia película…
¡acomodador! Acomodadores, representantes de la ley venidos a menos con
linterna en mano en lugar del revolver. “¡O se está quieto o se va ahora mismo
a la calle!” Que broncas se montaban a veces para meterse con ellos. Películas.
Películas de vaqueros. Cuando acababas de encariñarte con el protagonista, se
iba en su caballo rumbo a las montañas sin un destino concreto, pero que yo
sabía que tenía que ser el de impartir la ley y la justicia en otro pueblo
acobardado por los bandidos. De aquellos tiempos recuerdo el difícil momento de
cruzar la puerta. El portero me analizaba de arriba abajo para decir: “¿seguro
que tienes 14 años? Anda, venga, pasa.” Era humillante, aunque estoy seguro que
no aparentaba ni los 12 que tendría. Y después del tope de las de mayores de
14, llegó el de las de mayores de 18. ¡Que triunfo cuando conseguimos pasar a
ver al Landa en “el vecino del quinto”! ¡Que decepción, también! Bueno, ahí ya
era más mayorcito.
Retrocedo en el tiempo de nuevo. El viaje a las fiestas del
pueblo, ¡que viaje! Aquellos autobuses tan vetustos, tan impresionantes, con su
cobrador entrando y saliendo ahora por delante, ahora por detrás, ¡vámonos! La
parada para descansar en un viaje de poco más de 60 kms. El olor del pueblo,
tan característico y, sin embargo, tan indescifrable. Era como un olor a
panadería, o a pan recién hecho, que me gustaba mucho porque suponía unos días
de vacaciones y de privilegios en la casa de los abuelos. La caja cuadrada de
lata de mi abuela que para nosotros era como el cofre del tesoro porque de ella
podía salir cualquier cosa, desde unas ricas galletas a unos muñequitos
recortados de cualquier revista que para nosotros era el regalo más preciado.
El tic tac del reloj de pared, el ruido de los engranajes cuando llegaba a una
hora para tocarla. El caer del agua en el lavamanos de la habitación. Hora de
levantarse. ¡Estamos de vacaciones!
Parece que no pero te pones a escribir estos recuerdos y, de
repente, se te agolpan todos como queriendo salir. Es bonito y se ve tan lejano
y tan cercano al mismo tiempo porque te han acompañado siempre. Siempre han
estado ahí cuando has querido echar mano de ellos. Recuerdos de ayer, ya de
antes de ayer, ¡que rápido pasa la vida!
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