Ayer he escuchado una meditación durante el Culto Dominical,
sobre un tema poco corriente: la envidia.
Se leyeron algunos textos que nos pusieron en evidencia lo peligroso que puede
resultar este sentimiento en nuestra vida, testimonio y en la vida de la
iglesia.
La envidia es el
segundo pecado registrado en la Biblia después del de la desobediencia: En
el capítulo 4 de Génesis asistimos a aquella escena en la que Abel y Caín
presentan ofrendas a Dios. “Y miró Jehová
con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda
suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante.” Caín siente
envidia de su hermano y la primera consecuencia se detecta en su cara. Es
curioso pensar que, efectivamente, aquellas personas que sienten envidia se
delatan por su “decaimiento de semblante”. El pecado tiene consecuencias
corrosivas, no solo en nuestro aspecto, sino también en nuestra salud.
Proverbios 14:30 dice: “El corazón
apacible es vida de la carne; más la envidia es carcoma de los huesos.” Una
vez más, utilizando el contraste, vemos el efecto negativo de la envidia en
nuestra salud. Carcoma de los huesos, corrosión, corrupción, minado del armazón
que sustenta al cuerpo, minado de la “base” humana, minado de su carácter, de
su personalidad. La imagen contrasta con el que tiene el “corazón apacible”
fruto de su relación confiada con el Señor, moldeado en amor, descansado en Sus
promesas; un corazón apacible es “vida de la carne”, salud, vitalidad, energía,
gozo de vivir.
La envidia genera obstáculos, oscuridad, desconfianza, mal
trato con las personas. Una persona envidiosa no es alguien a apreciar, más
bien produce cierto rechazo instintivo, como si ese pecado mostrase a los demás
lo repulsivo del veneno que contiene.
El pasaje que inició la meditación fue el que se relata en
Números 16 conocido como “la contradicción de Coré”. En esta historia, Moisés y
Aarón tienen que hacer frente a una nueva rebelión encabezada por Coré y 250
personas más que quisieron establecer un orden sacerdotal aparte de la
autoridad divina. Curiosamente, el motivo de esta rebelión fue la envidia según se revela en el Salmo
106, v.16.
Eclesiastés, el libro de las experiencias por excelencia, no
deja este tema de lado: “He visto asimismo
que todo trabajo y toda excelencia de obras despierta la envidia del hombre contra su prójimo. También esto es
vanidad y aflicción de espíritu.” (Ecle.4:4) Desde la antigüedad, la
envidia ha extendido sus tentáculos hasta el punto de que un trabajo bien
hecho, una obra excelente produce celos, rivalidad, enfrentamiento. Y sin
embargo, está ahí, como oculta, como que no fuese un pecado importante, como
que no es necesario tenerla muy en cuenta. Pablo en sus carta a la iglesia de
Corinto lo tenía muy presente: “Pues me
temo que cuando llegue, no os halle tales como quiero, y yo sea hallado de
vosotros cual no queréis; que haya entre vosotros contiendas, envidias, iras, divisiones,
maledicencias, murmuraciones, soberbias, desórdenes;” (2 Co.12:20). ¡Que
lista más amarga! Pero es la lista que debemos tener en cuenta para que todas
estas emociones nocivas estén alejadas de la vida de crecimiento espiritual de
la Iglesia. En la comunidad de Cristo no puede haber un tipo de vida similar a
la del mundo. Una iglesia que tenga esta lista de pecados en propiedad no es
una iglesia cristiana. Y la envidia provoca el deseo en el hombre de querer lo
que el otro tiene y lo que hace es preparar el terreno para lo que viene
después: iras, enojos… Si la iglesia tiene que funcionar como un cuerpo bien
coordenado y conjuntado, la mano no puede tener envidia del pie y así con
cualquier otro miembro que queramos poner de ejemplo. Yo no puedo tener envidia
del don de mi hermano porque el Señor lo ha puesto ahí para mi crecimiento espiritual.
Si encuentro cosas o actitudes o sabiduría en mi hermano que me agradan,
primero debería dar gracias al Señor que es quien pone en la iglesia a esos
hermanos para nuestro crecimiento y después, iniciar yo el camino de esa
sabiduría, ese conocimiento o esa actitud que va a favorecer mi crecimiento, el
de la iglesia y como resultado y objetivo final siempre, el de darle la gloria
a Dios.
La envidia también está presente en el simulacro de juicio
que se hizo contra Jesucristo. Mateo y Marcos resaltan que Pilato “sabía que por envidia le habían entregado”. El
versículo 1 del capítulo 27 menciona a los envidiosos: Todos los principales
sacerdotes y los ancianos del pueblo. Pilato conocía su posición delante del
pueblo, conocía sus privilegios y posiblemente también se hiciese una idea del
carácter dominador y egoísta que los caracterizaba, ese mismo carácter que
Jesús había denunciado en muchas ocasiones: “hacen
todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus
filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos
en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas” (Mateo 23:5-6).
Esto nos demuestra hasta dónde llega lo pernicioso de este
sentimiento. Esto nos ayuda también a posicionarnos, como cristianos, para
evitar que este mal campe a sus anchas en nuestras iglesias porque “el amor no tiene envidia” (1 Co.13:4). Si vivimos por el Espíritu, andemos
también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a
otros, envidiándonos unos a otros. La envidia es maligna, Satanás la utiliza
con su típica sutileza. No permitamos su efecto corrosivo y pernicioso en
nuestras iglesias. Oremos por ayuda para luchar contra ella y sigamos las
pisadas del Maestro con mansedumbre y humildad, aprendiendo de Él, siguiéndole,
obedeciéndole.
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