He leído un artículo
de J.L.Parker publicado en la
revista Edificación Cristiana que habla sobre el últimamente famoso tema de la
sanación por fe, que me ha parecido muy bueno y que voy a transcribir aquí para
que todo el que lo lea pueda disfrutar tanto como lo he hecho yo, porque además
pone algunas cosas muy en claro a la luz de la bendita Palabra de Dios.
La mala salud forma parte de la realidad de la vida desde la
Caída. Si no hubiera habido pecado, no existiría enfermedad. Ambos son
universales. Una es consecuencia de la otra. Tal y como da a entender la
Escritura. Así lo veían los cristianos también en el pasado. No pensaban que la
mala salud y las enfermedades crónicas fueran un obstáculo para creer en la
bondad de Dios. Más bien, esperaban la enfermedad, y la aceptaban sin quejas, mientras
ponían su mirada en la salud del cielo.
Pero hoy el mundo sueña con la abolición total de la mala
salud, deslumbrado por las maravillas de la medicina moderna. Nos hemos
concienciado de la importancia de la salud de forma un tanto enfermiza, y ciertamente
sin precedentes – ni en la antigua Esparta, donde la cultura física era lo más
importante, fue algo tan obsesivo –. ¿Por qué seguimos dietas, hacemos
ejercicio y perseguimos la salud tan apasionadamente? ¿Por qué estamos tan
absorbidos por nuestra condición física? Estamos persiguiendo un sueño, la
ilusión de nunca estar enfermos. Estamos llegando a considerar una existencia
libre de todo dolor e invalidez como uno de los derechos humanos.
No es extraño, por lo tanto, que los cristianos estén ahora
tan interesados en la sanidad divina. Sus piran por la mano de Dios, tan
directa y poderosamente como sea posible (y así deberíamos hacer). Están
preocupados por la salud física, a la que, como otros occidentales del siglo
XX, sienten que tienen derecho. Con estas dos preocupaciones ocupando sus
mentes, no es nada sorprendente que muchos digan que todos los creyentes
enfermos pueden encontrar salud física por medio de la fe, sea a través de
médicos o aparte de ellos. Un cínico diría que el deseo ha sido el padre de la
idea. Pero, ¿es esto justo? El hecho de que sea natural que tal idea surja en
unos tiempos como estos, no hace en sí que sea verdadera o falsa. La enseñanza
moderna sobre la sanidad se presenta a menudo como un redescubrimiento de algo
que la Iglesia creyó en el pasado, y que nunca debía haber olvidado, acerca del
poder de la fe para canalizar el poder de Cristo. Pretende ser bíblica y
debemos tomar su pretensión de nuevo.
Para apoyarse en la Escritura se utilizan tres argumentos:
Primero, que Jesucristo,
que tanto sanó cuando estaba en la tierra, no ha cambiado. No ha perdido su
poder. Lo que hizo entonces, lo puede hacer ahora.
Segundo, la
salvación se presenta en la Escritura como una realidad integral, que abarca
tanto el alma como el cuerpo. Pensar en la salvación como sólo para el alma,
aparte del cuerpo, no es bíblico.
Tercero, falta
bendición cuando falta fe, y no se buscan los dones de Dios. “No tenéis porque
no pedís”, dice Santiago. “Pedid y se os dará”, dice Jesús. Pero Mateo nos dice
que en Nazaret, donde fue criado Jesús, no pudo hacer muchos milagros por su
incredulidad.
Todo esto es cierto. ¿Cura entonces todavía Jesús
milagrosamente? Si, yo creo que en ocasiones lo hace. Hay mucha evidencia
contemporánea de sanidades en contextos de fe que ha desconcertado a los
médicos. Sin embargo, lo que se dice a menudo es que uno puede sanar por medio
de la oración y quizás el ministerio de alguien con un don de sanidad, y si un
cristiano inválido fracasa en conseguirlo es por falta de fe.
Es a partir de aquí que empiezo a dudar, ya que este
razonamiento es incorrecto – cruel y destructivamente equivocado–, como sabe
muy bien aquel que ha buscado de este modo sanidad milagrosa y no ha podido
encontrarla, así como aquel que es llamado a recoger los pedazos de las vidas
de otros que han tenido esta experiencia. Que te digan que esa ansiada curación
te ha sido negada por algún defecto en tu fe, cuando te has esforzado y gastado
todas tus energías para consagrarte en toda forma posible a Dios y “creer en su
bendición”, es ahogarse en angustia y desesperación, sintiéndote abandonado por
Dios. Este es un sentimiento bastante amargo e infernal – especialmente si,
como la mayor parte de los inválidos, tu sensibilidad está a flor de piel y tu
ánimo por los suelos–. Es de una crueldad terrible destrozar a alguien
haciéndole pedazos con tus palabras de esta manera (una expresión de Job muy a
propósito).
1º. Es ciero que el poder de Cristo es el mismo ahora que
entonces. Sin embargo, las sanidades que realizó cuando estaba en la tierra
tenían un significado especial. Además de ser obras de misericordia, eran
señales de su identidad mesiánica. Esto se ve en el mensaje que envía a Juan el
Bautista: “Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis… Bienaventurado es
el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:4, 6). En otras palabras, Jesús
estaba diciendo: “Dejad que Juan compare mis milagros con lo que Dios había
prometido para el día de la salvación – ver Isaías 35:5ss. ̶ entonces no tendrá
ninguna duda de que yo soy el Mesías, sea lo que sea de mí que todavía no
entiende.” Alguien que pide milagros hoy, como una ayuda para su fe, debería
leer este pasaje de Mateo, y debemos decirle que si no cree al contemplar los
milagros registrados en los evangelios, tampoco creerá si viera un milagro a la
puerta de su casa. Los milagros de Jesús son evidencia decisiva para todos los
tiempos de quién es Él y qué poder tiene. Pero, en este caso, puede que no sea
la voluntad de Jesús hacer hoy tantas curaciones sobrenaturales como en los
días de su encarnación. La cuestión no es su poder, sino su propósito. No
podemos garantizar que porque Él sanó a los enfermos que le traían, vaya a
hacer lo mismo ahora.
2º. Es cierto también que la salvación abarca tanto el
cuerpo como el alma. Y hay, desde luego, como algunos dicen, sanidad para el
cuerpo en la expiación. Pero en esta vida no se promete perfecta salud física.
Se promete en el cielo, como parte de la gloria de la resurrección que nos
espera el día que Cristo “transformará el cuerpo de la humillación nuestra,
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual
también puede sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:21). Un
bienestar físico completo se presenta como una bendición futura de salvación,
más que presente. Lo que Dios ha prometido, y cuándo lo dará, son dos
cuestiones aparte.
3º. También es verdad que falta bendición cuando falta fe.
Pero, incluso en los tiempos del Nuevo Testamento, la sanidad no era universal
entre dirigentes que no pueden ser acusados de poca fe. Sabemos, por medio de
Hechos, que el apóstol Pablo fue usado a veces por Cristo en sanidades
milagrosas y que él mismo fue curado de un modo sobrenatural de la mordedura de
una serpiente. Sin embargo, él aconseja a Timoteo que “uses un poco de vino por
causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1 Timoteo 5:23), y le
informa que ha dejado a Trófimo “enfermo en Mileto” (2 Timoteo 4:20).
También les dice a los filipenses cómo su mensajero
Epafrodito estaba tan enfermo que estaba “a punto de morir” por la obra de
Cristo, y cómo entristeció a Pablo la posibilidad de que pudiera perderle
(Filipenses 2:25-27). Vemos claramente que si Pablo, o cualquier otra persona,
hubiera buscado poder para curar estos casos milagrosamente, se hubiera sentido
decepcionado. Más aún, Pablo mismo vivió con “un aguijón en la carne” que nunca
fue sanado. En 2 Corintios 12:7-9, nos dice que en tres solemnes sesiones de
oración ha pedido a Cristo, Señor y Sanador, que lo quitara. Pero esa curación
tan esperada nunca ocurrió. El pasaje merece especial atención.
El “aguijón” representa un fuerte dolor, y “la carne” lo
sitúa en el sistema físico o psicológico, lo que elimina la idea, sugerida por
algunos, de que pudiera estar refiriéndose a un compañero difícil. Pero si
vamos aún más lejos todavía, vemos que Pablo no se muestra específico,
probablemente a propósito. Suposiciones sobre su aguijón van desde enfermedades
dolorosas a ojos infaemados (ver Gálatas 4:13-15), migraña, malaria o
tentaciones regulares. La primera opción parece la más natural, pero nadie
puede estar seguro. Todo lo que se puede decir es que era una incapacidad
angustiosa de la que Pablo podría haber sido liberado al momento, si Cristo
hubiera querido. Así que Pablo vivió con el dolor. Y el aguijón, dado bajo la
providencia de Dios, actuaba como “un mensajero de Satanás que le abofetea” (2
Corintios 12:7), porque le tentaba a dudar del Dios que le permitía sufrir, y
con su resentimiento paralizaba su ministerio. ¿Cómo podía esperar ir de viaje,
predicar, trabajando día y noche, orando, preocupándose, llorando por la gente,
con este dolor constantemente hundiéndole? Tales pensamientos eran “dardos de
fuego del maligno” (Efesios 6:16), con los que tenía que combatir
continuamente, ya que el aguijón permanecía sin sanar.
Pablo percibió, sin embargo, que se le había dado el aguijón
no como un castigo, sino como protección. La debilidad física le guardaba de la
enfermedad espiritual. Las peores enfermedades son las del espíritu: orgullo,
presunción, arrogancia, amargura, egoísmo. Son mucho más peligrosas que
cualquier malfuncionamiento físico. En 2 Corintios 12, Pablo describe el
aguijón como una especie de profiláctico contra el orgullo, cuando dice que le
había sido dado “para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase
desmedidamente (v.7).
Viéndolo de esta manera, pudo aceptarlo como una sabia
provisión por parte del Señor. No era por falta de oración que el aguijón quedó
sin sanar. Pablo explicó a los corintios cuál fue la respuesta de Cristo a sus
oraciones. “Me ha dicho: Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en
la debilidad” (v.9). Era como si el Salvador le estuviera diciendo: Puedo
demostrarte mi poder de una forma mejor que eliminando tu problema. Es mejor
para ti. Pablo, y para mi gloria en tu vida, que muestre mi fortaleza
manteniéndote en marcha, aunque permanezca el aguijón.” Así, Pablo recibió esa
continua incapacidad como una especie de privilegio. “De buena gana me gloriaré
más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”
(v.9). Los corintios, de una forma típicamente griega, le despreciaban como un
enclenque. No le consideraban un orador elegante, ni con personalidad
impresionante. Pablo fue mucho más allá, diciéndoles que incluso era más débil
de lo que pensaban, porque vivía con su aguijón en la carne. Pero Pablo había
aprendido a gloriarse en su debilidad, “porque cuando soy débil, entonces soy
fuerte” (v.10). ¡Y quería que los corintios aprendieran a alabar a Dios por su
debilidad también!
Hay tres conclusiones que podemos sacar de lo que hemos
visto:
La primera se refiere a la sanidad sobrenatural: Cristo y
los apóstoles sanaron, de hecho, milagrosamente cuando eran específicamente
movidos a ello; cuando, en otras palabras, sabían que era la voluntad de Dios
que lo hicieran. Esta es la razón por la que sus intentos de curación tenían
normalmente éxito. Ya que, a pesar de ello, la sanidad milagrosa no era
universal entre los cristianos de aquellos días, por lo que no hay base alguna
para mantener que ahora ha de ser así.
La segunda conclusión se refiere al efecto santificador de
la providencia: Dios utiliza dolores y debilidades crónicas, junto a otras
aflicciones, como su cincel para esculpir nuestras vidas. Sentir debilidad
profundiza la dependencia de Cristo para tener fuerzas cada día. Cuánto más
débil nos sentimos, más fuertemente nos apoyamos. Y cuanto más fuerte nos
apoyamos, más fuertes crecemos espiritualmente, incluso mientras nuestros
cuerpos se desgastan. Vivir con tu aguijón sin quejarte, dulce y pacientemente,
con libertad para amar y ayudar a otros, incluso aunque cada día te sientas
débil, es verdadera santificación. Es auténtica sanidad para el espíritu. Es
una victoria suprema de la gracia. La curación de tu personalidad pecadora
avanza de esta forma, incluso cuando la sanidad de tu cuerpo mortal no lo haga
así. Y la curación de la persona es la principal preocupación de Dios.
La tercera conclusión se refiere a la conducta durante la
enfermedad: Debemos ir, desde luego, al médico, usar medicinas y dar gracias a
Dios por ambas cosas. Pero es igualmente cierto que debemos ir al Señor (el
doctor Jesús como algunos le llaman), y preguntarle que desafío, reprensión o
ánimo podría darnos en cuanto a nuestra enfermedad. Quizá recibimos sanidad de
la forma que Pablo pidió y, tal vez, la obtengamos en la forma que Pablo la
recibió. Tenemos que estar abiertos a las dos.
Doy gracias a Dios que llevo más de cuarenta años con
excelente salud, y me siento bien al escribir este artículo. Pero puede que no
sea siempre así. Mi cuerpo se está consumiendo. Me espera Eclesiastés 12, si no
algo peor. Que Dios me dé la gracia para recordar y aplicar estas cosas que he
escrito aquí a mí mismo, cuando venga el día de la debilidad física, sea en
forma de dolor, parálisis, postración o cualquier otra cosa. Y ¡que recibas esa
misma bendición en tiempo de necesidad!
J.L.Parker
Publicado en la revista Cristianity Today - Abril 1981
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre – Octubre 2014. Nº 265. Permitida la
reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su
procedencia y autor.)
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