sábado, 25 de octubre de 2014

Enfermedad y Salud

He leído un artículo de J.L.Parker publicado en la revista Edificación Cristiana que habla sobre el últimamente famoso tema de la sanación por fe, que me ha parecido muy bueno y que voy a transcribir aquí para que todo el que lo lea pueda disfrutar tanto como lo he hecho yo, porque además pone algunas cosas muy en claro a la luz de la bendita Palabra de Dios.

hoy el mundo sueña con la abolición total de la mala salud, deslumbrado por las maravillas de la medicina moderna. Nos hemos concienciado de la importancia de la salud de forma un tanto enfermiza, y ciertamente sin precedentes
La mala salud forma parte de la realidad de la vida desde la Caída. Si no hubiera habido pecado, no existiría enfermedad. Ambos son universales. Una es consecuencia de la otra. Tal y como da a entender la Escritura. Así lo veían los cristianos también en el pasado. No pensaban que la mala salud y las enfermedades crónicas fueran un obstáculo para creer en la bondad de Dios. Más bien, esperaban la enfermedad, y la aceptaban sin quejas, mientras ponían su mirada en la salud del cielo.
Pero hoy el mundo sueña con la abolición total de la mala salud, deslumbrado por las maravillas de la medicina moderna. Nos hemos concienciado de la importancia de la salud de forma un tanto enfermiza, y ciertamente sin precedentes – ni en la antigua Esparta, donde la cultura física era lo más importante, fue algo tan obsesivo –. ¿Por qué seguimos dietas, hacemos ejercicio y perseguimos la salud tan apasionadamente? ¿Por qué estamos tan absorbidos por nuestra condición física? Estamos persiguiendo un sueño, la ilusión de nunca estar enfermos. Estamos llegando a considerar una existencia libre de todo dolor e invalidez como uno de los derechos humanos.
No es extraño, por lo tanto, que los cristianos estén ahora tan interesados en la sanidad divina. Sus piran por la mano de Dios, tan directa y poderosamente como sea posible (y así deberíamos hacer). Están preocupados por la salud física, a la que, como otros occidentales del siglo XX, sienten que tienen derecho. Con estas dos preocupaciones ocupando sus mentes, no es nada sorprendente que muchos digan que todos los creyentes enfermos pueden encontrar salud física por medio de la fe, sea a través de médicos o aparte de ellos. Un cínico diría que el deseo ha sido el padre de la idea. Pero, ¿es esto justo? El hecho de que sea natural que tal idea surja en unos tiempos como estos, no hace en sí que sea verdadera o falsa. La enseñanza moderna sobre la sanidad se presenta a menudo como un redescubrimiento de algo que la Iglesia creyó en el pasado, y que nunca debía haber olvidado, acerca del poder de la fe para canalizar el poder de Cristo. Pretende ser bíblica y debemos tomar su pretensión de nuevo.
Para apoyarse en la Escritura se utilizan tres argumentos:
Primero, que Jesucristo, que tanto sanó cuando estaba en la tierra, no ha cambiado. No ha perdido su poder. Lo que hizo entonces, lo puede hacer ahora.
Segundo, la salvación se presenta en la Escritura como una realidad integral, que abarca tanto el alma como el cuerpo. Pensar en la salvación como sólo para el alma, aparte del cuerpo, no es bíblico.
Tercero, falta bendición cuando falta fe, y no se buscan los dones de Dios. “No tenéis porque no pedís”, dice Santiago. “Pedid y se os dará”, dice Jesús. Pero Mateo nos dice que en Nazaret, donde fue criado Jesús, no pudo hacer muchos milagros por su incredulidad.
Todo esto es cierto. ¿Cura entonces todavía Jesús milagrosamente? Si, yo creo que en ocasiones lo hace. Hay mucha evidencia contemporánea de sanidades en contextos de fe que ha desconcertado a los médicos. Sin embargo, lo que se dice a menudo es que uno puede sanar por medio de la oración y quizás el ministerio de alguien con un don de sanidad, y si un cristiano inválido fracasa en conseguirlo es por falta de fe.
Es a partir de aquí que empiezo a dudar, ya que este razonamiento es incorrecto – cruel y destructivamente equivocado–, como sabe muy bien aquel que ha buscado de este modo sanidad milagrosa y no ha podido encontrarla, así como aquel que es llamado a recoger los pedazos de las vidas de otros que han tenido esta experiencia. Que te digan que esa ansiada curación te ha sido negada por algún defecto en tu fe, cuando te has esforzado y gastado todas tus energías para consagrarte en toda forma posible a Dios y “creer en su bendición”, es ahogarse en angustia y desesperación, sintiéndote abandonado por Dios. Este es un sentimiento bastante amargo e infernal – especialmente si, como la mayor parte de los inválidos, tu sensibilidad está a flor de piel y tu ánimo por los suelos–. Es de una crueldad terrible destrozar a alguien haciéndole pedazos con tus palabras de esta manera (una expresión de Job muy a propósito).
¿Qué hay, entonces, acerca de estos tres argumentos?
1º. Es ciero que el poder de Cristo es el mismo ahora que entonces. Sin embargo, las sanidades que realizó cuando estaba en la tierra tenían un significado especial. Además de ser obras de misericordia, eran señales de su identidad mesiánica. Esto se ve en el mensaje que envía a Juan el Bautista: “Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis… Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:4, 6). En otras palabras, Jesús estaba diciendo: “Dejad que Juan compare mis milagros con lo que Dios había prometido para el día de la salvación – ver Isaías 35:5ss. ̶ entonces no tendrá ninguna duda de que yo soy el Mesías, sea lo que sea de mí que todavía no entiende.” Alguien que pide milagros hoy, como una ayuda para su fe, debería leer este pasaje de Mateo, y debemos decirle que si no cree al contemplar los milagros registrados en los evangelios, tampoco creerá si viera un milagro a la puerta de su casa. Los milagros de Jesús son evidencia decisiva para todos los tiempos de quién es Él y qué poder tiene. Pero, en este caso, puede que no sea la voluntad de Jesús hacer hoy tantas curaciones sobrenaturales como en los días de su encarnación. La cuestión no es su poder, sino su propósito. No podemos garantizar que porque Él sanó a los enfermos que le traían, vaya a hacer lo mismo ahora.
2º. Es cierto también que la salvación abarca tanto el cuerpo como el alma. Y hay, desde luego, como algunos dicen, sanidad para el cuerpo en la expiación. Pero en esta vida no se promete perfecta salud física. Se promete en el cielo, como parte de la gloria de la resurrección que nos espera el día que Cristo “transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual también puede sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:21). Un bienestar físico completo se presenta como una bendición futura de salvación, más que presente. Lo que Dios ha prometido, y cuándo lo dará, son dos cuestiones aparte.
3º. También es verdad que falta bendición cuando falta fe. Pero, incluso en los tiempos del Nuevo Testamento, la sanidad no era universal entre dirigentes que no pueden ser acusados de poca fe. Sabemos, por medio de Hechos, que el apóstol Pablo fue usado a veces por Cristo en sanidades milagrosas y que él mismo fue curado de un modo sobrenatural de la mordedura de una serpiente. Sin embargo, él aconseja a Timoteo que “uses un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1 Timoteo 5:23), y le informa que ha dejado a Trófimo “enfermo en Mileto” (2 Timoteo 4:20).
También les dice a los filipenses cómo su mensajero Epafrodito estaba tan enfermo que estaba “a punto de morir” por la obra de Cristo, y cómo entristeció a Pablo la posibilidad de que pudiera perderle (Filipenses 2:25-27). Vemos claramente que si Pablo, o cualquier otra persona, hubiera buscado poder para curar estos casos milagrosamente, se hubiera sentido decepcionado. Más aún, Pablo mismo vivió con “un aguijón en la carne” que nunca fue sanado. En 2 Corintios 12:7-9, nos dice que en tres solemnes sesiones de oración ha pedido a Cristo, Señor y Sanador, que lo quitara. Pero esa curación tan esperada nunca ocurrió. El pasaje merece especial atención.
El “aguijón” representa un fuerte dolor, y “la carne” lo sitúa en el sistema físico o psicológico, lo que elimina la idea, sugerida por algunos, de que pudiera estar refiriéndose a un compañero difícil. Pero si vamos aún más lejos todavía, vemos que Pablo no se muestra específico, probablemente a propósito. Suposiciones sobre su aguijón van desde enfermedades dolorosas a ojos infaemados (ver Gálatas 4:13-15), migraña, malaria o tentaciones regulares. La primera opción parece la más natural, pero nadie puede estar seguro. Todo lo que se puede decir es que era una incapacidad angustiosa de la que Pablo podría haber sido liberado al momento, si Cristo hubiera querido. Así que Pablo vivió con el dolor. Y el aguijón, dado bajo la providencia de Dios, actuaba como “un mensajero de Satanás que le abofetea” (2 Corintios 12:7), porque le tentaba a dudar del Dios que le permitía sufrir, y con su resentimiento paralizaba su ministerio. ¿Cómo podía esperar ir de viaje, predicar, trabajando día y noche, orando, preocupándose, llorando por la gente, con este dolor constantemente hundiéndole? Tales pensamientos eran “dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16), con los que tenía que combatir continuamente, ya que el aguijón permanecía sin sanar.
Pablo percibió, sin embargo, que se le había dado el aguijón no como un castigo, sino como protección. La debilidad física le guardaba de la enfermedad espiritual. Las peores enfermedades son las del espíritu: orgullo, presunción, arrogancia, amargura, egoísmo. Son mucho más peligrosas que cualquier malfuncionamiento físico. En 2 Corintios 12, Pablo describe el aguijón como una especie de profiláctico contra el orgullo, cuando dice que le había sido dado “para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente (v.7).
Viéndolo de esta manera, pudo aceptarlo como una sabia provisión por parte del Señor. No era por falta de oración que el aguijón quedó sin sanar. Pablo explicó a los corintios cuál fue la respuesta de Cristo a sus oraciones. “Me ha dicho: Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (v.9). Era como si el Salvador le estuviera diciendo: Puedo demostrarte mi poder de una forma mejor que eliminando tu problema. Es mejor para ti. Pablo, y para mi gloria en tu vida, que muestre mi fortaleza manteniéndote en marcha, aunque permanezca el aguijón.” Así, Pablo recibió esa continua incapacidad como una especie de privilegio. “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo” (v.9). Los corintios, de una forma típicamente griega, le despreciaban como un enclenque. No le consideraban un orador elegante, ni con personalidad impresionante. Pablo fue mucho más allá, diciéndoles que incluso era más débil de lo que pensaban, porque vivía con su aguijón en la carne. Pero Pablo había aprendido a gloriarse en su debilidad, “porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (v.10). ¡Y quería que los corintios aprendieran a alabar a Dios por su debilidad también!
Hay tres conclusiones que podemos sacar de lo que hemos visto:
La primera se refiere a la sanidad sobrenatural: Cristo y los apóstoles sanaron, de hecho, milagrosamente cuando eran específicamente movidos a ello; cuando, en otras palabras, sabían que era la voluntad de Dios que lo hicieran. Esta es la razón por la que sus intentos de curación tenían normalmente éxito. Ya que, a pesar de ello, la sanidad milagrosa no era universal entre los cristianos de aquellos días, por lo que no hay base alguna para mantener que ahora ha de ser así.
La segunda conclusión se refiere al efecto santificador de la providencia: Dios utiliza dolores y debilidades crónicas, junto a otras aflicciones, como su cincel para esculpir nuestras vidas. Sentir debilidad profundiza la dependencia de Cristo para tener fuerzas cada día. Cuánto más débil nos sentimos, más fuertemente nos apoyamos. Y cuanto más fuerte nos apoyamos, más fuertes crecemos espiritualmente, incluso mientras nuestros cuerpos se desgastan. Vivir con tu aguijón sin quejarte, dulce y pacientemente, con libertad para amar y ayudar a otros, incluso aunque cada día te sientas débil, es verdadera santificación. Es auténtica sanidad para el espíritu. Es una victoria suprema de la gracia. La curación de tu personalidad pecadora avanza de esta forma, incluso cuando la sanidad de tu cuerpo mortal no lo haga así. Y la curación de la persona es la principal preocupación de Dios.
La tercera conclusión se refiere a la conducta durante la enfermedad: Debemos ir, desde luego, al médico, usar medicinas y dar gracias a Dios por ambas cosas. Pero es igualmente cierto que debemos ir al Señor (el doctor Jesús como algunos le llaman), y preguntarle que desafío, reprensión o ánimo podría darnos en cuanto a nuestra enfermedad. Quizá recibimos sanidad de la forma que Pablo pidió y, tal vez, la obtengamos en la forma que Pablo la recibió. Tenemos que estar abiertos a las dos.

Doy gracias a Dios que llevo más de cuarenta años con excelente salud, y me siento bien al escribir este artículo. Pero puede que no sea siempre así. Mi cuerpo se está consumiendo. Me espera Eclesiastés 12, si no algo peor. Que Dios me dé la gracia para recordar y aplicar estas cosas que he escrito aquí a mí mismo, cuando venga el día de la debilidad física, sea en forma de dolor, parálisis, postración o cualquier otra cosa. Y ¡que recibas esa misma bendición en tiempo de necesidad!

J.L.Parker
Publicado en la revista Cristianity Today - Abril 1981
(Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre – Octubre  2014. Nº 265. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)

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