Hoy hemos hablado de la parábola de la oveja perdida (Lucas
15:1-7), una parábola que nos revela cómo
Dios ama y recibe a los pecadores.
Jesús contó esta parábola porque los hipócritas del momento estaban murmurando
sobre él porque se juntaba con los cobradores de impuestos y otras personas que
ellos consideraban de lo peor, como podían ser los gentiles (no judíos),
prostitutas, pobres, enfermos, leprosos, etc., Jesús no hacía acepción de
personas porque Él había dicho que había venido al mundo a buscar y a salvar lo
que se había perdido (Lucas 19:10) y hasta se escandalizaban porque, a veces,
comía con ellos. Antes esta reacción, Jesús les cuenta esta parábola.
Todos nos podemos identificar con la oveja perdida, igual
que con el hijo pródigo o con cualquier ejemplo de pecador que Jesús quiera
señalar, porque todos reconocemos que, sin Jesús, seguiríamos tan perdidos como
esa oveja que se aparta de la manada, toma un rumbo equivocado y se arrima a
zonas peligrosas dónde puede acabar mal herida o incluso morir. Una oveja fuera
del rebaño tiene todas las papeletas para morir, sea despeñándose por un
barranco, sea en las fauces de cualquier fiera hambrienta. Por definición, cada
oveja pertenece a un rebaño; no es normal una oveja sola sin rebaño y sin
pastor. Una oveja sola no sobrevive, no crece; por definición vive en el
contexto de un rebaño y bajo el cuidado y la vigilancia de un pastor.
Jesús habla de un pastor que tiene 100 ovejas. Es una
parábola y la importancia está en que de esas 100, sólo una se pierde. Pero
Jesús le da mucha importancia a esa oveja que se ha extraviado de la manada.
Es curioso cuantos relatos y ejemplos hay en la Biblia sobre
ovejas y sobre pastores. El salmo más conocido a todos los niveles es el salmo
23, en donde se nos habla de que Dios es nuestro Buen Pastor: “El Señor es
mi pastor; tengo todo lo que necesito. En verdes prados me deja descansar; me
conduce junto a arroyos tranquilos. Él renueva mis fuerzas. Me guía por sendas
correctas, y así da honra a su nombre. Aun cuando yo pase por el valle más
oscuro, no temeré, porque tú estás a mi lado. Tu vara y tu cayado me protegen y
me confortan” (Salmo 23:1-4 NTV). Reconozco que en situaciones difíciles he
tenido esta oración en mis labios y en mi mente buscando la paz que me da el
saber que suceda lo que suceda, Dios me protege y me conforta de una manera
real, no imaginaria ni frustrante; es en esos momentos difíciles cuando Su
Presencia es más real y cercana. Es una bendición saberse dentro del rebaño del
Buen Pastor, tener su protección, su guía y su ayuda en los momentos que
pedimos socorro. Aunque parezca mentira, al igual que las ovejas, una persona
fuera del rebaño de Dios no “sobrevive”. Parece mentira porque hay muchas personas
que dicen no necesitar a Dios, suponiendo que exista. Esas personas son ovejas
sin pastor. Así veía Jesús a las multitudes que lo buscaban: “Cuando vio a
las multitudes, les tuvo compasión, porque estaban confundidas y desamparadas,
como ovejas sin pastor” (Mateo 9:36). O sea, en otras palabras, personas
sin una meta clara, sin un propósito, sin esperanza y sin luz. Jesús habla de
un rebaño y un pastor, y se anuncia: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor
da su vida en sacrificio por las ovejas” (Juan 10:11). Aquella oveja
perdida puede estar al borde de un precipicio, o en el lugar más inaccesible
que te puedas imaginar. Jesús va a ir a rescatar a esa oveja, aunque arriesgue
su vida por salvarla. De hecho, Él vino al mundo a morir por los pecados de
todos, o sea que literalmente ha dado su vida en sacrificio por las ovejas,
aunque muchas de ellas han preferido “ser dueñas de sí mismas y forjar su
destino, toman caminos diferentes a aquellos por los que el pastor las guía. El
habitual deseo ovino de emanciparse y que conduce a estar… ¡perdida!” (Oscar
Pérez, en la meditación para hoy del programa para la Semana Unida de Oración
de la Alianza Evangélica Española AEE).
Los que hemos recibido a Cristo como Nuestro Señor y
Salvador, reconociendo que ha muerto en nuestro lugar, pagando el precio de
nuestro pecado, por amor a nosotros, queremos ser ovejas agradecidas por la
identidad que Dios nos ha dado: ovejas del Buen Pastor, hijos de Dios,
coherederos con Cristo. En nuestro interior hay gozo y agradecimiento a Dios
porque en su día, cada uno en aquel momento importante y decisivo para nuestras
vidas, Él ha salido a buscarnos cuando estábamos perdidos, sin esperanza, sin
una meta, y nos ha llevado a su redil. A partir de ese momento hemos tenido al
Pastor de los pastores, nuestro guía, nuestro descanso, nuestra esperanza,
nuestro reposo en Jesucristo. Él dijo: “Yo soy el buen pastor; conozco a mis
ovejas y ellas me conocen a mí, como también mi Padre me conoce a mí, y yo
conozco al Padre. Así que sacrifico mi vida por las ovejas.” (Juan 10:14).
¡Qué grande es oír estas palabras del Pastor, saber que Él me conoce es lo más
increíble!
Porque cuando formamos parte de Su rebaño, como los buenos
pastores conocen a cada oveja, le ponen nombre, la distinguen y saben cuales
son sus defectos y sus virtudes, así Jesús nos conoce a cada uno personalmente
porque al aceptarlo como nuestro Pastor, Señor y Salvador, nuestra relación con
Él es personal e intransferible, sorprendiéndonos de que aún sabiendo como
somos, nos ame de la manera que lo hace.
Al terminar la parábola, el pastor que ha ido en busca de la
oveja perdida y la encuentra, llama a sus vecinos y amigos para celebrar con
ellos que ha encontrado a aquella oveja que ya daba por muerta Y termina
diciendo: “De la misma manera, ¡hay más alegría en el Cielo por un pecador
perdido que se arrepiente y regresa a Dios que por noventa y nueve justos que
no se extraviaron” (Lucas 15:7).
Las preguntas quedan escritas para que cada uno las responda
sinceramente, en conciencia, sabiendo que actitud ha preferido ante la realidad
del regalo de la Salvación: Y tú, ¿de quién eres? ¿Qué voz escuchas? ¿Necesitas
arrepentirte? ¿A quién sigues? ¿Por qué caminos andas? ¿Al lado de quién
caminas?