verano se me pasa en un visto no visto. Desde principios de julio no visito este Blog y ya casi estamos acabando agosto, los días comienzan a acortarse y ya siento la sensación de que mi estación preferida está empezando a despedirse.
Agosto nos ha vapuleado con tragedias: Haití, Afganistán, copan la triste actualidad. Hay muchos motivos para quejarse y, aparentemente, ninguno para dar gracias. ¿Sabes qué sucede? Que a nuestro Dios le gusta que le demos gracias por todo. La Nueva Traducción Viviente lo dice así: “Sean agradecidos en toda circunstancia, pues esta es la voluntad de Dios para ustedes, los que pertenecen a Cristo Jesús.” (1 Tesalonicenses 5:18). He subrayado ‘los que pertenecen a Cristo Jesús’ para que quede claro que la voluntad de Dios es la que debemos cumplir los verdaderos creyentes en Jesucristo. Cualquier otra persona tiene que ser tremendamente optimista para desear dar gracias ante tragedias semejantes. Esto me recordó una historia que publicó la Editorial La Buena Semilla en una de sus hojitas del calendario, basada en el testimonio de un joven misionero:
“Es cierto que en Madagascar tenemos muchos motivos para estar gozosos, pero también hay momentos de desánimo, por ejemplo, cuando el paludismo nos azota o sucede algo grave. Ese día precisamente estaba desanimado. Cuando llegué al lugar de reunión empecé a orar así: “Por qué permites esto? ¿Por qué tengo que estar desanimado? ¿Por qué estoy mal de salud? Yo que lo di todo…”
De repente entró un leproso. Estaba ciego, y para desplazarse no le quedaba otro remedio que ir de rodillas.
Creyendo que estaba solo, empezó a orar en alta voz. Pero era una oración de alabanza, de acción de gracias, una oración maravillosa. Ya no recuerdo todo lo que dijo, pero sí me acuerdo de estas palabras: “Te doy gracias por todo lo que hiciste por mi durante mi vida. Incluso te doy gracias por esta enfermedad. Si no hubiese contraído la lepra, me hubiese quedado en la selva. Seguramente sería un hombre rico, pues tengo cebús y arrozales, pero no te hubiese conocido nunca. Debido a esta enfermedad vine a parar al sanatorio, y fue ahí donde te conocí. Conocerte vale más que todo lo demás. Te doy gracias por todo, incluso por esta enfermedad.”
Me quedé sin palabras y me eché a llorar. Y en voz baja finalicé mi oración diciendo: “Perdóname, Dios mío. No murmuraré nunca más contra ti.”
Es curioso que si le cuentas esta historia a un no creyente, no se la cree; va a poner cualquier disculpa para deshacerse de la vocecita de su conciencia; la pobre acabará atrofiada para satisfacción del interpelado. “No puede ser verdad… esto se lo ha inventado cualquiera… no puede haber personas así…” Cualquier cosa menos admitir que sí, que hay personas así, tan humildes y llenas de fe como este leproso. ¡Impresionante! la lección que nos dan de fe, confianza y humildad reverente ante Dios soberano, Rey, sabio…
Es fácil aplicar este deseo de la voluntad de Dios a cualquier otro creyente; reconozco que es difícil aplicárselo a uno mismo. Pero la Palabra de Dios es como una espada que se clava en el corazón y nos hace removernos en nuestros asientos con inquietud: “Esta es la voluntad de Dios para ustedes”. Y lo escribe el apóstol Pablo con un curriculum de sufrimientos y penalidades por servir al Señor donde no falta de nada. Pero, él pudo decir casi al final de su carrera cristiana: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera y he permanecido fiel.” (2 Timoteo 4:7). Es mi deseo que al final de nuestra carrera, podamos decir unas palabras, seguramente no tan rotundas, pero sí que lleven el mensaje de la fidelidad a nuestro Salvador, implícito.
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