jueves, 15 de marzo de 2012

TU PALABRA

“¡Cuánto amo tu ley!” Así empieza el párrafo bíblico que acabo de leer en el verso 97 del capítulo más largo de la Biblia, el Salmo 119. Y al leer esta afirmación del salmista, mi cara se llenó con una sonrisa de gozo totalmente de acuerdo con él. A lo largo de estos años he comprobado que la lectura de la Biblia y, sobre todo, su estudio, te llena de una manera que solo se puede explicar leyendo lo que la Escritura inspirada explica sobre Ella misma. Como decía Don Eric Bermejo en sus predicaciones, es un ir sumando dos más dos más dos y siempre salen las cuentas, y salen bien. No puede ser de otra manera si la Biblia afirma que toda Ella es inspirada por Dios mismo ¿qué podemos esperar? ¡Sabiduría divina!, superior, sublime… una Palabra inspirada por Dios que asegura que te puede hacer sabio para la salvación ya que tiene el poder necesario para orientarnos hacia la fe en Cristo (la fe viene por el oír la Palabra de Dios), cuando el Espíritu la utiliza como esa espada penetrante que llega hasta el centro de nuestra alma y del  espíritu, que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Sabe su Inspirador lo que necesitamos en cada preciso instante, analiza nuestras meditaciones cuando desde nuestra pequeñez, utilizamos esos recursos que el mismo Creador puso en nosotros, recursos que le hacen decir que hemos sido hechos a Su imagen y semejanza…, hasta ahí llega Su Espada y… (dos más dos más dos…) y entonces vas hilvanando y juntando, pieza de aquí, pieza de allá… y recuerdas lo que Jesús dijo en su paso por la tierra: “El que oye mi palabra y cree al que me envió tiene vida eterna.” Fíjate: mi palabra y el que me envió, o sea, una Obra conjunta del Hijo (mi palabra) y del Padre (me envió), una obra divina, celestial, planeada en Amor pensando exclusivamente en nosotros, pobres pecadores rebeldes y orgullosos, para darnos la posibilidad de una vida eterna con Ellos gracias a los méritos y el sacrificio de nuestro Amado y Bendito Salvador Jesucristo.

“El que oye mi palabra…” allí en el Salmo el autor asegura que le ha hecho sabio, que ha llegado a comprender incluso más que sus instructores y más que los sabios doctores que en el “nivel del mundo” son los que más autoridad tienen en el saber. Claro, no podemos comparar a hombres, por muy sabios que sean, con Dios, que es Su creador, pero esto lo decimos desde nuestro entendimiento espiritual, como creyentes, como hijos suyos. Los que no lo son tienen sus propias opiniones y, están fuertemente agarradas a ellas porque… no creen. Decía el escritor José Saramago que él no creía en Dios, pero que si alguna vez se lo encontraba, le iba a decir unas cuantas cosas… ¡pobre José! Él está considerado como un maestro de la literatura y de hecho lo es, recibió el premio Nobel en 1998 y doctorados honoris causa, es un erudito y sus opiniones se toman como importantes y relevantes. Todos esos reconocimientos los ha recibido aquí en la tierra, pero ahora tiene que ponerse de pie ante el Juez que va a juzgar a los vivos y a los muertos y va a escuchar una sola pregunta que va a tirar por tierra todos sus estudios y conocimientos: “¿Dónde está el sabio?”
El problema no lo tiene José Saramago, ni Stephen Hawking, ni ninguno de los más importantes sabios que podamos nombrar, el problema lo tenemos todos los que rechazamos lo que Dios quiere decirnos. Afirman no creer en Dios, o si incluso creen, prefieren pasar de oírlo, y Dios se arma de paciencia e insiste: He preservado Mi Palabra para que llegue hasta hoy, hasta aquí, hasta ti, porque quiero que haya constancia de que estoy ahí, detrás de cada uno de vosotros, para que tengáis vida eterna y no muráis eternamente… si me creéis: “Dios, habiendo hablado en otro tiempo muchas veces y de muchas maneras a los padres por los profetas, en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo”. “El que oye mi palabra…”

El que oye su Palabra, cree y le pide a Jesús que sea el Señor de su vida, en algún momento, más pronto que tarde, va a decir y experimentar lo mismo que el autor del salmo: ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras, más que la miel en mi boca! Evidentemente es una expresión poética que nos muestra clara y gráficamente esa sensación que todos conocemos: dulzura, suavidad, alimento. Dios compara al que se alimenta de Su Palabra con un árbol plantado junto a una corriente de agua fresca y limpia, un árbol bien alimentado con todos sus nutrientes necesarios, y, por tanto, un árbol que, en su tiempo, da buen fruto, además un árbol de hoja perenne, no le cae (estoy leyendo el Salmo 1) y, finaliza la comparación de esa persona asegurando que “todo lo que hace prosperará”. ¿Se convertirá en un rico empresario? Si, porque acumulará riquezas en el Cielo, no en la tierra donde todo se corrompe y desaparece; acumulará riquezas espirituales, sabiduría, conocimiento, comunión, amor, del Padre.
La Biblia contiene la Palabra de Dios que Él ha querido revelar para que le conozcamos, le creamos, como consecuencia le amemos, entendamos su plan de salvación, le pidamos perdón por nuestros pecados y le recibamos como nuestro Padre, Señor y Salvador. Desde ese momento querremos oír sus instrucciones, consejos, promesas, y para hacerlo, guiados por el Espíritu Santo, estudiaremos las Sagradas Escrituras. Con el tiempo diremos con el salmista: “¡Es verdad! ¡Cuánto amo tu ley!”


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