Llevo bastantes días sin acercarme a este Blog por lo que consiguen las ansiadas vacaciones veraniegas: ¡desconectar!
Desconectas del ritmo del trabajo, de lo que sueles hacer en casa, en la iglesia, en tu rutina diaria. Eso lo consigue el estar en un lugar increíblemente tranquilo, sin ruido, sin apenas cobertura telefónica, sin un asomo de lo que suele ser “normal” en la vida el resto del año. Bueno, hay algo que debo mantener por mi salud espiritual: mi lectura diaria de una porción bíblica, lectura de la meditación correspondiente y oración. Eso, más que una rutina, en el caso de los cristianos es una necesidad.
Además, la afición que tengo por la lectura, hace que el disponer de tiempo libre de descanso y relajación, invite a leer y en ese ejercicio suelo disfrutar con alguna novela entretenida y también de lecturas más ‘serias’ que alimentan espiritualmente y edifican a los que anhelamos vivir como “hijos de luz”.
A propósito, sobre lo del vivir como hijos de luz, he estado leyendo a Dallas Willard en su libro “Renueva tu corazón (sé como Cristo)” uno de los apartados que quiero compartir, condensándolo adecuadamente porque me ha parecido muy interesante, instructivo y práctico para todo aquel creyente que ha sido regenerado desde su encuentro con Jesús y que anhela vivir una vida conforme a lo que Dios desea tal y como indica en Su Palabra.
Es importante resaltar que en lo que los hijos de luz verdaderamente nos diferenciamos del resto de las personas, es en la vida que late en las profundidades de nuestro ser, por ejemplo, en los pensamientos: Dios nunca debe estar lejos de nuestra mente, o sea, nuestros pensamientos giran en torno a Dios, disfrutamos reflexionando acerca de Dios tal y como podemos verlo en la persona de Jesucristo. Al tener nuestra mente centrada en nuestro Padre celestial, nos inclinamos a todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre, (Filipenses 4:8), somos personas positivas de una forma realista ya que estamos apoyándonos en la naturaleza de Dios tal y como Él nos la revela y nosotros la entendemos. El mal está ahí, es cierto, pero no pensamos en él como algo que nos tenga que influir ni ocupar, sino como algo a evitar sabiendo que está derrotado y con el que, si nos tenemos que enfrentar, sabemos hacerlo con efectividad, porque nuestro Señor ya lo ha vencido en la cruz (Colosenses 2:15).
La vida emocional de los ‘hijos de luz’ está profundamente caracterizada por el amor. Los sentimientos se expresan en el amor que sentimos por las personas y por muchas cosas buenas; amamos la vida que hemos recibido y estamos muy contentos de ser como somos, de hecho, estamos agradecidos por nuestra vida, aunque ésta pueda estar plagada de dificultades, incluso cuando en estas dificultades encontramos persecución y martirio.
Entendemos que todas las situaciones que nos toca vivir son circunstancias que Dios permite y en esas situaciones experimentaremos Su bondad y Su grandeza, de modo que, aún en los momentos más difíciles, el gozo y la paz nos acompañará, aun cuando nos toque sufrir injustamente. Lo que hemos aprendido de nuestro Dios nos hace vivir confiados y esperanzados.
Estamos comprometidos con lo que es bueno y recto. Del mismo modo que nuestros pensamientos y emociones se dirigen normalmente hacia Dios, nuestra voluntad está en sintonía con la bondad y la rectitud.
El cristiano no debería pensar primero en sí mismo: Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros (Filipenses 2:3-4). Debería ser fácil para nosotros aplicar estas palabras. Estamos felizmente abandonados a la voluntad de Dios, por tanto no deberíamos dudar en hacer lo que sabemos que está bien, sencillamente porque es lo normal en nuestra nueva naturaleza.
Todo esto, por supuesto, afecta al cuerpo. Nuestro cuerpo se ha puesto del lado de la voluntad de hacer el bien, de manera que fluye de nuestro interior el hacerlo de manera espontánea. Así que el cuerpo del creyente en Cristo Jesús está tomado sustancialmente por el Espíritu Santo para el control de nuestros miembros con el objetivo de hacer el bien, porque están consagrados a servir a Dios y habituados a ser sus santos instrumentos, evitando los caminos de tentación... hasta la apariencia física es diferente: hay una frescura, una transparencia, un descanso y al mismo tiempo una vivacidad, con una energía que es especial porque proviene de Dios. Aquel que levantó de los muertos a Cristo Jesús ha vivificado nuestros cuerpos por medio de Su Espíritu que mora en nosotros.
En nuestras relaciones con los demás (relaciones sociales), deberíamos ser completamente transparentes. El siervo de Dios no tolera la oscuridad, ama, vive y practica la bondad, de manera que conseguir comunión con otras personas, especialmente con otros discípulos de Jesús, forma parte de sus capacidades. El que ama a su hermano, permanece en la luz y no hay causa de tropiezo en él (1 Juan 2:10). No es nuestro deseo esconder los pensamientos ni imponérselos a nadie. Puesto que nuestra confianza está puesta en Dios, no tenemos necesidad de manipular ni controlar a otras personas ni nuestras relaciones con los demás se valen del acoso y el ataque, con la intención de utilizarlas o hacerles daño. Con respecto al mal, debemos aplicar la regla de un paciente y alegre distanciamiento; nada de participar con el mal, nada de juzgar a los demás (dura lucha tenemos en esto para no caer en la corriente de este siglo). No se trata tampoco de aislarse de las personas: siguiendo el ejemplo del Maestro, debemos aprender como estar implicados con ellas sin participar del mal. Debemos saber cómo aborrecer el pecado y amar al pecador de manera eficaz y bondadosa.
Todo este proceder no debe quedar en la superficie; debe tratarse de la más profunda realidad y al mismo tiempo naturalidad en los ‘hijos de luz’; deben de fluir de nuestra alma porque está arraigada gozosamente en Dios. Deben ser el fruto de nuestra formación espiritual a semejanza de Cristo. Y no estamos hablando de que esta forma de vida equivalga a la perfección, pero si hablamos de que nuestra alma ha sido sanada, ha sido restaurada mediante la acción del Evangelio y del Espíritu y el contacto, la comunión efectiva y real con Dios mismo, de manera que nuestra actividad, nuestras palabras, todo nuestro ser, funcione según Su Propósito.
¡Que así sea!
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