Acabo de leer esta anécdota en el
devocional “Nuestro Pan Diario” y como me ha gustado, quiero compartirla aquí:
“En septiembre de 1961, un alumno
de una escuela secundaria de Nueva York le escribió a C. S. Lewis a Inglaterra.
El joven había leído un libro suyo, Cartas
del diablo a su sobrino, y le preguntó al autor: “Cuando escribió ese
libro, ¿Satanás lo puso en dificultades? Y si lo hizo, ¿cómo las enfrentó?”.
Tres semanas después, Lewis le
contestó afirmando que todavía tenía muchas tentaciones y que, al enfrentarlas,
“quizá […] lo más importante es seguir
avanzando, no desanimarse aunque uno se rinda muchas veces, sino volver a
levantarse siempre y pedir perdón”.”
Es gratificante comprobar que los mismos sufrimientos se van
cumpliendo entre vuestros hermanos en todo el mundo, que no nos pasan las
cosas a nosotros y a nadie más, sino que la travesía del peregrinaje está
pisada por los pies de todos los peregrinos que van pasando por el mismo Camino
y tropezando con las mismas dificultades, saliendo de ellas unos más airosos
que otros, pero lo importante es salir y seguir avanzando sin desanimarse.
Perseverar.
Escuchar a C. S. Lewis decir que
se ha rendido muchas veces, que se ha levantado otras tantas y que lo ha hecho
pidiendo perdón, me habla de sinceridad, de humildad y de reconocimiento de
nuestra debilidad y pequeñez ante el Santísimo, algo que está en nuestro
corazón, algo que nos produce reverencia, adoración, gozo porque recibimos Su
perdón, ánimo porque Su ángel acampa alrededor de los que le temen, y los
protege.
Las cartas de Juan están llenas
de palabras de ánimo ante esas rendiciones, ante esas caídas: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque
vuestros pecados han sido perdonados por causa de su nombre” (1 Jn.2:12). ¡Cuánto
cariño en la expresión ‘hijitos’! La ternura del Padre dirigiéndose a sus hijos
amados a pesar de su torpeza, a pesar de su desánimo, de su duda, de sus
sombras que a veces asoman ocultando el brillo del sol, llega cubierta de
certeza, la certeza común de los cristianos de que Dios les perdonó todos los
pecados; la deuda está pagada, es un hecho, es una realidad. Eso no nos da pie
a vivir en pecado, porque no es la forma de vivir de un verdadero creyente, ya
no vivimos según la carne, sino según el Espíritu, pero es verdad que cuando
fallamos y desobedecemos, pecamos; cuando dudamos de nuestro Padre, pecamos;
cuando nos dejamos llevar por la corriente del mundo, pecamos…y Él lo sabe (si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros); pero ahí
tenemos Su perdón: Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda
maldad (1 Jn.1:8-9). La razón de este maravilloso perdón está en la obra
completa y perfecta de Cristo, algo que se anuncia en el Evangelio, las buenas
noticias: Y que en su nombre se predicase
el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones… sea conocido
de vosotros que por medio de él es justificado todo aquel que cree.
Conociendo a nuestro Dios,
leyendo Sus promesas, identificándonos con Cristo por medio del bautismo en el
agua, sabiendo todo lo que ha hecho por nosotros, ¿cómo es que todavía nos
dejamos arrastrar muchas veces por la ‘corriente de este mundo’? El enemigo
utilizará toda suerte de estrategias y, sobre todo, nuestros puntos flacos,
pero debemos ser conscientes de esto y no aflojar en la vigilancia, no aflojar
la tensión. El Señor lo sabe y nos aconseja: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay en el mundo –los
deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida – no proviene
del Padre sino del mundo. Y el mundo está pasando y sus deseos; pero el que
hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn.2:15-17).
¿Cómo hacemos esto si vivimos
aquí, en el mundo? Es verdad que vivimos aquí, pero Jesús también dijo en su
oración del capítulo 17 de San Juan: No
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo… No ruego que los quites del
mundo, sino que los guardes del maligno. El Señor siempre anticipándose al
peligro, poniéndonos en guardia, avisándonos… ¡sed precavidos! Conoce el
verdadero potencial del maligno mucho mejor que nosotros y todos sus cuidados
son pocos para que no caigamos en sus redes. El príncipe del mundo es Satanás y
todo el entorno es una organización corrupta enfebrecida por hacer el mal,
desobedecer a Dios, hacerle inútil oposición, y en medio de esa lucha
universal, los creyentes vivimos en el mundo, pero no debemos amar al mundo en
el sentido de que nuestro corazón sea cautivado por las cosas de aquí porque
nuestro corazón no nos pertenece, está sellado por el Espíritu Santo, ha sido
comprado a un precio altísimo: la sangre derramada de nuestro Señor Jesucristo.
No se trata de salir del mundo sino de no amar al mundo porque el amor al mundo
y al Padre no pueden coexistir, son dos cosas totalmente opuestas y además, en
situación de enemistad: Ningún siervo
puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o se
dedicará al uno y menospreciará al otro. También acabamos de leer que si
alguno ama al mundo el amor del Padre no está en él y esto es muy evidente porque
hay una relación mutua entre el amor de
Dios y el amor a Dios, ya que el
cristiano ama a Dios porque Él le amó primero (1 Jn.4:19).
¿Qué nos puede atraer tanto del
mundo para dejarnos tentar de alguna manera y con eso, alejarnos de la comunión
que buscamos con el Padre? Bueno, esta primera carta de Juan menciona rasgos generales
de tentaciones que encierran las cosas perecederas que nos puede ofrecer el
mundo: los deseos de la carne en el sentido de todo lo que tiene que ver con
nuestra propia concupiscencia, aquello por lo que nos sentimos atraídos y que
despierta nuestra codicia oponiéndonos al mandamiento de Dios; los deseos de
los ojos, todo aquello codicioso a nuestra mirada, la fatal atracción de
nuestros primeros padres ante el deseo del fruto prohibido (que contendrá, a
que misteriosos lugares nos llevará su contenido, que puertas cerradas nos
abrirá, que nuevos placeres…); y la soberbia o vanagloria de la vida que
encierra esa ostentación que tanto nos gusta de aparentar que todo lo que
poseemos nos llena de orgullo y felicidad, algo rotundamente falso porque lo
único que se busca es provocar la admiración y la envidia. Todo esto no
proviene del Padre, nos dice la Carta, sino del mundo; todo lo que tiene
relación con el pecado en esas tentaciones con la intención de apartarnos del
Camino, solo proviene del diablo, y seguir esas directrices marcadas por los
criterios del mundo es oponerse a la voluntad de Dios.
Y el mundo pasa y sus deseos… Las
cosas que el mundo ofrece como en un escaparate tentador son efímeras,
pasajeras, se deshacen como niebla entre las manos; el mismo mundo y el
universo tienen marcada una fecha de caducidad porque el Señor creará nuevos
cielos y una nueva tierra, ¿Cómo vamos a anclarnos, aquellos que ya tenemos
vida eterna, a algo que perecerá aquí por el fuego en la consumación de los
tiempos? El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… ¡Que grandes
promesas para aquellos que han creído en Jesucristo! ¡Qué esperanza de gloria!
¿Cómo perdemos de vista esta Palabra liados por las prisas y las urgencias de
este mundo? No queremos perderlas de vista sino todo lo contrario. Queremos
tenerlas grabadas a fuego en nuestra frente y en nuestro corazón porque nuestra
ciudadanía está en los cielos y ya no debemos buscar las cosas terrenales sino
las celestiales. ¡Que así sea!
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