lunes, 10 de junio de 2013

Seguir avanzando

Acabo de leer esta anécdota en el devocional “Nuestro Pan Diario” y como me ha gustado, quiero compartirla aquí:
“En septiembre de 1961, un alumno de una escuela secundaria de Nueva York le escribió a C. S. Lewis a Inglaterra. El joven había leído un libro suyo, Cartas del diablo a su sobrino, y le preguntó al autor: “Cuando escribió ese libro, ¿Satanás lo puso en dificultades? Y si lo hizo, ¿cómo las enfrentó?”.
Tres semanas después, Lewis le contestó afirmando que todavía tenía muchas tentaciones y que, al enfrentarlas, “quizá […] lo más importante es seguir avanzando, no desanimarse aunque uno se rinda muchas veces, sino volver a levantarse siempre y pedir perdón”.”

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Es gratificante comprobar que los mismos sufrimientos se van cumpliendo entre vuestros hermanos en todo el mundo, que no nos pasan las cosas a nosotros y a nadie más, sino que la travesía del peregrinaje está pisada por los pies de todos los peregrinos que van pasando por el mismo Camino y tropezando con las mismas dificultades, saliendo de ellas unos más airosos que otros, pero lo importante es salir y seguir avanzando sin desanimarse. Perseverar.
Escuchar a C. S. Lewis decir que se ha rendido muchas veces, que se ha levantado otras tantas y que lo ha hecho pidiendo perdón, me habla de sinceridad, de humildad y de reconocimiento de nuestra debilidad y pequeñez ante el Santísimo, algo que está en nuestro corazón, algo que nos produce reverencia, adoración, gozo porque recibimos Su perdón, ánimo porque Su ángel acampa alrededor de los que le temen, y los protege.
Las cartas de Juan están llenas de palabras de ánimo ante esas rendiciones, ante esas caídas: “Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados han sido perdonados por causa de su nombre” (1 Jn.2:12). ¡Cuánto cariño en la expresión ‘hijitos’! La ternura del Padre dirigiéndose a sus hijos amados a pesar de su torpeza, a pesar de su desánimo, de su duda, de sus sombras que a veces asoman ocultando el brillo del sol, llega cubierta de certeza, la certeza común de los cristianos de que Dios les perdonó todos los pecados; la deuda está pagada, es un hecho, es una realidad. Eso no nos da pie a vivir en pecado, porque no es la forma de vivir de un verdadero creyente, ya no vivimos según la carne, sino según el Espíritu, pero es verdad que cuando fallamos y desobedecemos, pecamos; cuando dudamos de nuestro Padre, pecamos; cuando nos dejamos llevar por la corriente del mundo, pecamos…y Él lo sabe (si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros); pero ahí tenemos Su perdón: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad (1 Jn.1:8-9). La razón de este maravilloso perdón está en la obra completa y perfecta de Cristo, algo que se anuncia en el Evangelio, las buenas noticias: Y que en su nombre se predicase el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones… sea conocido de vosotros que por medio de él es justificado todo aquel que cree.


Conociendo a nuestro Dios, leyendo Sus promesas, identificándonos con Cristo por medio del bautismo en el agua, sabiendo todo lo que ha hecho por nosotros, ¿cómo es que todavía nos dejamos arrastrar muchas veces por la ‘corriente de este mundo’? El enemigo utilizará toda suerte de estrategias y, sobre todo, nuestros puntos flacos, pero debemos ser conscientes de esto y no aflojar en la vigilancia, no aflojar la tensión. El Señor lo sabe y nos aconseja: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que hay en el mundo –los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la soberbia de la vida – no proviene del Padre sino del mundo. Y el mundo está pasando y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn.2:15-17).
¿Cómo hacemos esto si vivimos aquí, en el mundo? Es verdad que vivimos aquí, pero Jesús también dijo en su oración del capítulo 17 de San Juan: No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo… No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del maligno. El Señor siempre anticipándose al peligro, poniéndonos en guardia, avisándonos… ¡sed precavidos! Conoce el verdadero potencial del maligno mucho mejor que nosotros y todos sus cuidados son pocos para que no caigamos en sus redes. El príncipe del mundo es Satanás y todo el entorno es una organización corrupta enfebrecida por hacer el mal, desobedecer a Dios, hacerle inútil oposición, y en medio de esa lucha universal, los creyentes vivimos en el mundo, pero no debemos amar al mundo en el sentido de que nuestro corazón sea cautivado por las cosas de aquí porque nuestro corazón no nos pertenece, está sellado por el Espíritu Santo, ha sido comprado a un precio altísimo: la sangre derramada de nuestro Señor Jesucristo. No se trata de salir del mundo sino de no amar al mundo porque el amor al mundo y al Padre no pueden coexistir, son dos cosas totalmente opuestas y además, en situación de enemistad: Ningún siervo puede servir a dos señores; porque aborrecerá al uno y amará al otro, o se dedicará al uno y menospreciará al otro. También acabamos de leer que si alguno ama al mundo el amor del Padre no está en él y esto es muy evidente porque hay una relación mutua entre el amor de Dios y el amor a Dios, ya que el cristiano ama a Dios porque Él le amó primero (1 Jn.4:19).
¿Qué nos puede atraer tanto del mundo para dejarnos tentar de alguna manera y con eso, alejarnos de la comunión que buscamos con el Padre? Bueno, esta primera carta de Juan menciona rasgos generales de tentaciones que encierran las cosas perecederas que nos puede ofrecer el mundo: los deseos de la carne en el sentido de todo lo que tiene que ver con nuestra propia concupiscencia, aquello por lo que nos sentimos atraídos y que despierta nuestra codicia oponiéndonos al mandamiento de Dios; los deseos de los ojos, todo aquello codicioso a nuestra mirada, la fatal atracción de nuestros primeros padres ante el deseo del fruto prohibido (que contendrá, a que misteriosos lugares nos llevará su contenido, que puertas cerradas nos abrirá, que nuevos placeres…); y la soberbia o vanagloria de la vida que encierra esa ostentación que tanto nos gusta de aparentar que todo lo que poseemos nos llena de orgullo y felicidad, algo rotundamente falso porque lo único que se busca es provocar la admiración y la envidia. Todo esto no proviene del Padre, nos dice la Carta, sino del mundo; todo lo que tiene relación con el pecado en esas tentaciones con la intención de apartarnos del Camino, solo proviene del diablo, y seguir esas directrices marcadas por los criterios del mundo es oponerse a la voluntad de Dios.

Y el mundo pasa y sus deseos… Las cosas que el mundo ofrece como en un escaparate tentador son efímeras, pasajeras, se deshacen como niebla entre las manos; el mismo mundo y el universo tienen marcada una fecha de caducidad porque el Señor creará nuevos cielos y una nueva tierra, ¿Cómo vamos a anclarnos, aquellos que ya tenemos vida eterna, a algo que perecerá aquí por el fuego en la consumación de los tiempos? El que hace la voluntad de Dios permanece para siempre… ¡Que grandes promesas para aquellos que han creído en Jesucristo! ¡Qué esperanza de gloria! ¿Cómo perdemos de vista esta Palabra liados por las prisas y las urgencias de este mundo? No queremos perderlas de vista sino todo lo contrario. Queremos tenerlas grabadas a fuego en nuestra frente y en nuestro corazón porque nuestra ciudadanía está en los cielos y ya no debemos buscar las cosas terrenales sino las celestiales. ¡Que así sea!

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