lunes, 16 de diciembre de 2013

Ambiente

ambiente de navidad en las calles
Estos días se respira el ambiente navideño. No solo por lo iluminadas que están las ciudades y por lo animado de los comercios, centros comerciales y todos los derivados dedicados a satisfacer la vorágine compradora que entra en las “vísperas” (ahora es doble la festividad), del Papa Noel y los Reyes de Oriente, sino por los mil y un anuncios de colonias que salen en la tv y la lista de ONGs, Organizaciones Humanitarias y demás que se dedican a pedir ayuda apelando al amor que impera en la Navidad y al susodicho “ambiente” que todo lo impregna de generosidad y compasión, como si el resto del año no hubiese necesitados y enfermos de todos los tipos.

Dentro de esta última línea, hoy he visto un pequeño reportaje sobre los niños enfermos de un hospital que habían hecho un vídeo para recaudar fondos; se veían niños sin pelo, con sus sonrisas tristes, bailando y cantando junto con sus enfermeras. Todo muy bonito pero en el fondo se te humedecen los ojos mirando a esas criaturitas mientras escuchas: los niños son felices en cualquier circunstancia, siempre buscan una forma de jugar estén donde estén.

No hace mucho leí la historia de Silvia. Silvia es una mujer que se sentía muy feliz en su cómoda casa, se sentía querida y muy bendecida, Pero un día le diagnosticaron leucemia y le dijeron que debía empezar inmediatamente la temida y con tan mala prensa, quimioterapia. Como tantas otras, como tantos casos que surgen cada día como si de una pesadilla contagiosa se tratase…, pero Silvia es cristiana y cuando le llegó la hora de entrar en el hospital, le pidió a Jesús que la acompañara y que le hiciera sentir su presencia.
Personalmente, nunca tan cerca he sentido en mi vida al Señor como en los momentos que, por diversas circunstancias, he tenido que pasar por el quirófano.
Silvia tuvo que sufrir siete meses de tratamiento y después pasar por una recuperación en aislamiento parcial. Ese tiempo ella lo llamó el del “ocio forzoso”.
En todo ese tiempo aprendió a “reducir la velocidad”, a pensar en silencio y a descansar “en la bondad, el amor y el plan perfecto de Dios y todo esto, independientemente de que se curara o no.”
El texto que escogió como lema fue este: “Pues el Señor tu Dios viven en medio de ti. Él es un poderoso salvador. Se deleitará en ti con alegría. Con su amor calmará todos tus temores. Se gozará por ti con cantos de alegría.” (Sofonías 3:17 NIV)

Por extraño que pueda parecer, asegura que la enfermedad le cambió la vida beneficiosamente. Esos momentos de “ocio forzoso” que aprovechó para meditar sobre la Biblia y sobre su Salvador, hicieron que madurase espiritualmente y le sirvieron para aprender a hacer “pausas para reflexionar” y no vivir la vida aceleradamente como si tratásemos de vivir el tiempo que se nos regala, lo más rápido posible, como si así lo fuésemos a disfrutar mejor cuando que, aparentemente, es todo lo contrario.
Esto se lo he oído comentar también a personas no creyentes. A veces la enfermedad es una forma de tocar el freno en nuestra vida, que nos obligar a parar, mirar alrededor, fijarnos en los pequeños pero tan importantes detalles; observar a los que nos rodean, oír, leer, meditar...

Esto es lo que parece que despierta el ambiente navideño.
De repente todo el mundo quiere ser bueno, hacer regalos, compadecerse del que está pidiendo limosna y al que no hemos visto en todo el resto del año, hacer de la Navidad un tiempo de paz y bonanza, mientras retumban en la lejanía los bombardeos que machacan inmisericordes lo que queda de Siria. De esto solo sale una pincelada en cada telediario… para “no romper el ambiente”. ¡Qué hipócritas! No quiero cerrar los ojos ni hacer oídos sordos a tanta miseria, ni en Navidad, ni en cualquier día del año. Como hizo ese hombre en no sé qué pueblo de Cádiz, que interrumpió una ‘importantísima’ reunión del Ayuntamiento sobre los millones que se iban a gastar en ‘publicidad’, mientras él y sus hijos, desahuciados de una vivienda que no podía pagar por falta de trabajo, vivían en una chabola, una especie de garaje de trastos, lleno de humedades y de cosas amontonadas, posiblemente de su antigua casa…
El hombre, desesperado, amenazó a los allí presentes que como le pasase algo a alguno de sus hijos, prendería fuego al Ayuntamiento. Ahí no había hipocresía, ahí había lágrimas, impotencia y desesperación. La noticia terminaba bastante felizmente después de verse esas escenas desgarradoras, con el comunicado del Ayuntamiento que le notificaba la entrega de un piso en alquiler, aunque el hombre todavía se preguntaba cómo lo iba a pagar. Bueno, al menos su reacción había tocados corazones previamente sensibilizados por el ambiente navideño conseguido por el bombardeo de los anuncios en la tv (el bombardeo de Siria es otra cosa infinitamente peor, insufrible).

Yo me alegro de que, al menos, la Navidad produzca esto. Todavía son pobres reflejos de la verdadera Navidad, fecha (ficticia) del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios; Dios haciéndose hombre para ejecutar el único Plan de Salvación aceptado por Dios: morir voluntariamente para pagar el precio de nuestro pecado; el Justo por los injustos.
En la época en la que yo buscaba respuestas, ésta era una de las preguntas a la que más vueltas le daba: Si Dios no existe, si Jesús murió martirizado y no resucitó, ¿por qué tanto impacto? ¿por qué el calendario se detiene ahí? ¿por qué tanta fiesta a nivel mundial? ¿por qué es tan especial esa historia? Luego entendí que la razón es que todo lo que Dios hace es así: especial, bello, único, incomprensible, una demostración de su amor puesto en práctica, una demostración de la naturaleza de Dios…

Hay mucha gente a la que no les gustan estas fechas: malos recuerdos, seres familiares ausentes, y, en muchos casos, una amargura producida por el rechazo a todo lo que tiene relación con Dios y Su obra, cuando que ha sido Él el protagonista de la Historia más bella de amor jamás contada.

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