Entre los creyentes usamos términos hablando que “a los de
afuera” les deben sonar a chino, lo digo porque me ha pasado de decir “se ha
convertido” como si fuese lo más normal, y entre creyentes lo es porque todos me
entenderían, pero en la calle esto no es así. Es como cuando te reúnes con
colegas aficionados a "algo", lo mismo que tú, y hablando utilizas términos de una jerga que
tú y ellos conocéis perfectamente pero que para el que no está en “la línea”,
no significan nada.
Es por eso que el pasado domingo hablé en la iglesia sobre
lo que es convertirse. En el diccionario dice que “convertir a alguien” es “hacer
que una persona llegue a ser algo distinto de lo que era”. Así, en plan
general, se puede referir a algo bueno o a algo malo, por ejemplo: “El horario
de trabajo lo ha convertido en una persona intratable”, “Su estancia en el
extranjero lo ha convertido en una persona distinta”. Uno de los casos más
drásticos que se conocen es el del apóstol Pablo. En el Nuevo Testamento, en el
libro de los Hechos, hay tres relatos de la conversión del que hasta ese momento de su historia se llamó Saulo
de Tarso (Hch.9, 22 y 26). En los tres podemos deducir que Pablo, cuando se
convirtió, pasó a ser una persona distinta de lo que era.
En muchas predicaciones he oído aplicar el sinónimo “cambiar
radicalmente” a lo que es una conversión según lo entendemos por la Biblia y
siempre se nos ha explicado por un giro de 180º ßà
La persona iba en una dirección, tenía unas prioridades, unos objetivos, le
gustaban unas cosas, llevaba una forma de vida y… “cambia” y ahora va en la
dirección opuesta: posiblemente si trabajaba siga en su mismo trabajo; si tenía
familia sigue con su familia, la quiere más, la cuida y la protege con más
amor, sigue con ella pero sus prioridades son otras, sus objetivos son otros,
de repente le gustan otras cosas distintas y lleva otra forma de vida, se ha
convertido, ha cambiado… ¿Por qué? ¿Qué le ha hecho cambiar de esa manera tan
drástica? ¿Con qué se ha encontrado para dar un giro de 180º de un día para
otro?
Pablo se encuentra con la Luz (Hch.22:6). “Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz
del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de
la vida.” Según su opinión, Saulo era una persona perfecta, impecable, un
judío leal, obediente a la Ley de Dios al milímetro, con los mejores estudios
de las mejores universidades de la época, tenía tanto celo por las cosas de
Dios que, convencido que los que seguían a Cristo eran miembros de una secta
maligna y contraria a la Ley, los persiguió desde que vio a Esteban morir
apedreado hasta su experiencia en el camino a Damasco, una experiencia en la
que se encontró con Cristo mismo, el crucificado y ahora resucitado. Saulo
tiene su encuentro con Jesús. Ante la Luz, todos los estudios y méritos y cosas
que delante del mundo eran el no va más, delante de la Santidad de Dios
quedaron reducidas a… nada.
Cuando el Señor se cruza en nuestra vida, lógicamente surgen
preguntas. El encuentro de Saulo fue espectacular pero igualmente lo es el de
cualquier persona aunque no haya una luz más potente que el sol al mediodía por
medio. El Señor lo llama: “¡Saulo, Saulo! ¿por qué me persigues?” Saulo
perseguía a los seguidores de Jesús de Nazaret, la Iglesia…entonces “¿Quién
eres, Señor?” Primer reconocimiento: “esta aparición es sobrenatural, es
divina, el poder que denota me ha hecho caer al suelo, los que vienen conmigo
se han espantado, ¿Quién eres, Señor?” Muestra que Saulo reconoció la autoridad
de quién lo halló en el camino. Entonces la voz se identifica con Jesús de
Nazaret. Saulo empieza a sumar: “¿Jesús de Nazaret? ¿el crucificado? ¡Yo estoy
persiguiendo a los seguidores de Jesús de Nazaret! Pero ¿no estaba muerto?... (sigue
sumando…) ¡va a resultar que es verdad lo que dicen sus seguidores, ha
resucitado, está vivo!... entonces, claro, si persigo a sus seguidores, en
cierta forma, lo estoy persiguiendo a Él… Jesús… el que dijo que era Hijo de
Dios… ¡Dios mío! ¿Qué he estado haciendo?”
“Hay camino que parece derecho al hombre, pero su fin es
camino de muerte.” (Pr.16:25).
Saulo comenzó a analizar las evidencias; aquella luz del
cielo no solo lo había iluminado y deslumbrado, también le había abierto el
entendimiento a la Verdad. Se sintió sucio ante la Santidad de Dios, se sintió
pecador al darse cuenta que perseguía al mismo Hijo de Dios, cabeza de la
Iglesia, se sintió arrepentido y con ganas de corregir lo que había hecho mal y
¡clamó al Cielo! “¿Qué haré Señor?”
¡Qué haré Señor! ¿Os fijáis? Estaba comenzando un cambio.
Antes perseguía a los seguidores de ¡aquel Jesús!... ahora está llamando Señor
al líder de los que perseguía… ¿Cambio? ¿Transformación? ¡Conversión! Cuando
reconocemos a Cristo como nuestro único Salvador, el fuego que nos consume por
agradarle es impresionante. El Señor perdona al corazón arrepentido y el
Espíritu Santo entra en nuestro corazón operando en nosotros un cambio radical:
180º ¿Qué quieres Señor que haga?
Es a partir de ese momento que empiezan a mostrarse las
evidencias de una verdadera conversión. El Señor lo ve en el corazón de Saulo y
le da instrucciones y lo envía a quién lo va a guiar en su primera ceguera,
física y, todavía, espiritual. Como el bebé en sus primeros días de vida,
empieza a ver… ¡pero aún no ve claramente! Su vista tiene que irse moldeando,
su vista y su vida. La primera evidencia que muestra a los demás que aquel
hombre se ha convertido es que se pone a orar (Hechos 9:11): “Y el Señor le dijo: Levántate, y ve a la
calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de
Tarso; porque he aquí, él ora,”. Ya
no es aquella persona que conocíais antes y que os asustaba sembrando el terror
llevándose a los cristianos a las cárceles. Ahora está orando y necesita ayuda
para dar sus primeros pasos como creyente. ¡Ah cambiado! ¡Se ha convertido!
Comienzan a verse las evidencias de su conversión en el cambio que se va
operando en su vida por medio del Espíritu Santo.
Una persona convertida, un creyente honra al Señor cuando en
su vida diaria manifiesta claramente, como Saulo de Tarso, que es un hijo de
Dios y reconoce humildemente “que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Ti.1:15).
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