Es muy duro aceptar las
imágenes que diariamente nos llegan de los refugiados. Niños, jóvenes, mujeres,
personas anónimas que huyen de la guerra y del hambre con desesperación.
Es muy duro comprobar
que (casi) nos hemos acostumbrado a verlas. Es como si no tuviésemos opción. Si
quieres saber a qué extremos se está llegando, tienes que verlas aunque se te
parta el alma cuando asoma el cuerpecito inerte de un niño tirado en una playa,
o sobre una roca, o sobre cualquier sitio donde haya llegado totalmente
exánime, liberado ya del dolor y la angustia. ¿Cómo se puede esperar tanto para
dar una solución a esta barbarie? ¿Es que los dirigentes de los países pueden
soportar en sus espaldas tanto dolor?
Dicen “no es fácil”… Claro,
les cuesta “dar el brazo a torcer”, “comerse su orgullo”, “pedir perdón”, mirar
más allá de sus propios cuellos.
Ahora parece que hay un
intento ¡al fin! Se reúnen sus majestades las autoridades para ponerse
condiciones y trabas para prolongar un poco más esta agonía y ese éxodo
interminable de personas que huyen, y que, para colmo, no hacen más que
encontrar barreras en las fronteras de los países a los que acceden en busca de
socorro. ¡Qué tristeza, Dios mío!
Pero, si estuviese en
nuestras manos, ¿tardaríamos tanto en resolver este problema o estaríamos como
ellos atascados en la burocracia y el politiqueo? Me da que son tantos los
problemas, los obstáculos, las zancadillas que acaban poniéndose unos a otros
que se hace tan difícil avanzar en una negociación a ese nivel que les da igual
que se negocie sobre personas que sobre camellos… ¡les da igual!
Y ya no nos movilizamos
por nada. Nos hemos hartado de tanta movilización por, tal vez, problemas
menores que ahora, cuando hay un problema tan grande, finalmente se nos antoja
una molestia, un grano, un escozor que podemos aplacar con un poco de silicona…
para que nos resbale.
Tendríamos que estar
todo el mundo en la calle, día y noche, gritando, haciendo ruido, que se nos
viese, que se nos oyese, para ver si se sensibilizaban un poco con el prójimo,
sí, ese prójimo al que deberíamos amar como a nosotros mismos. ¡Ay! Si tan solo
lo amásemos algo…
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