miércoles, 16 de diciembre de 2020

¡Soy yo, no temáis!

Anochece y Él aún no ha aparecido. Ya llevan un rato esperándolo en la orilla del mar de Galilea, pero
no ha regresado desde que lo vieron la última vez ir hacia las colinas como escabulléndose cuando parecía que la multitud, enardecida por lo que acababa de vivir, se preparaba para cogerlo en volandas y nombrarlo rey. Dicen los testigos que una gran multitud lo seguía porque veía las señales milagrosas que hacía cuando sanaba a los enfermos (Evangelio de Juan 6:2). Solo contando a los hombres eran unos cinco mil así que sumando a las mujeres y a los niños se trataba de un gran número de seguidores, unos seguidores que aquella tarde comieron pan y pescado hasta quedar hartos, un alimento que Él les había regalado ¿no era la persona adecuada para ser nombrado rey? Los alimentaba, los sanaba, le hacía frente a las autoridades demostrando un gran valor y seguridad… ¿qué más tenían que buscar? Era su líder soñado y esperado. Pero cuando parecía que podían nombrarlo su caudillo en aquel momento de alegría y euforia, desaparecía.

Ellos sabían que muchas veces se apartaba de la gente para dedicarse a orar a Dios; lo hacía solo, buscaba estar solo para así tener una mejor intimidad y tranquilidad en sus oraciones. Cuando le pidieron que les enseñase a orar, Él les había dicho que buscasen un lugar donde estar solos y tranquilos; les predicaba con su ejemplo.

Pero caía la noche y no volvía así que decidieron subir a la barca y cruzar a Capernaúm que era donde habían hecho su “base de operaciones”. 

Aquel mar de Galilea también llamado de Tiberías no es muy grande; está rodeado de montañas bastante altas y en él es bastante corriente que se levanten tormentas repentinas y esa noche, cuando ya habían remado unos cinco o seis kilómetros, se levantó una tempestad que encrespó el hasta hacía unos momentos, tranquilo oleaje, de manera que entre la oscuridad, el viento y las olas que parecían querer hundir su barca, aquellos forjados marineros tuvieron miedo ¿Cómo es posible si la mayoría de los que allí iban estaban acostumbrados a hacer frente a estas tormentas repentinas? Posiblemente tuvieron miedo porque estaban acostumbrados a que, últimamente, Él estuviese con ellos y, cuando las cosas se ponían difíciles, siempre los sacaba del apuro. Pero esta vez Él no estaba, las fuerzas comenzaban a fallar, la tormenta parecía que iba en aumento y… ¡lo que faltaba! ¿Qué es aquello que viene sobre el agua? ¿una persona? ¿un fantasma? Tal vez al flaquearles las fuerzas empezasen a ver ya visiones en medio de las olas y del miedo a morir ahogados… pero no, era una persona y parece que les está hablando… ¡escuchar! ¿qué está diciendo? “Yo soy, no temáis”. ¿Yo soy? El único que conocían que empleaba esa frase era Jesús. “¡No tengan miedo!”. En el relato de Mateo 14 dice que entonces Pedro, siempre impulsivo, dijo: “Señor, si realmente eres tú, ordéname que vaya hacia ti caminando sobre el agua”. Era la prueba definitiva. Si Jesús podía hacerlo, también podía mandar que lo hicieran ellos. Las ideas de Pedro supongo que harían mover la cabeza a los demás como diciendo: “¡Pedro otra vez!” Pero la contestación les dejó asombrados: “¡Sí, ven!” Y ahí que se va Pedro bajándose de la barca por un costado y empezó a caminar sobre el agua hacia Jesús (Mateo 14:29), claro que, cuando apartó la mirada del Maestro y se fijó en las olas y notó el viento a su alrededor, comenzó a hundirse…”¡Sálvame, Señor!” Jesús extendió la mano y lo agarró: “Tienes tan poca fe ¿por qué dudaste de mí?”.

Parece como si me lo estuviese diciendo a mi ahora, en este momento. Sé que como creyente, como hijo de Dios, no debo de tener miedo pero muchas veces lo tengo. Leí en una ocasión en el Pan Diario que “si nunca sentimos miedo, algo anda mal en nosotros ya que el temor es la reacción humana natural a cualquier dificultad o empresa peligrosa”. No me imagino estar en una situación semejante en medio de un mar embravecido; solo lo he visto así desde la costa e impresiona para cuanto más estar en medio de una tormenta, de noche y viendo a alguien viniendo por encima del agua ¡para echarse a temblar! ¿Qué haríamos como creyentes? Siempre contestamos: “Orar, orar pidiéndole al Señor ayuda para salir ilesos de la situación… pero ¡orar con miedo! Entiendo que sería bastante normal ¿no? En las películas lo he oído alguna vez: “Tener miedo es normal, todo el mundo tiene miedo, el valor consiste en saber disimularlo, vencerlo, dominarlo, según la persona.” Pedro y algunos más eran hombres de mar, pero tal vez por esa razón, porque se habían enfrentado muchas veces a situaciones parecidas, tendrían temor a aquella tormenta porque conocían el poder del mar. Seguramente cuando estaban en pleno esfuerzo agarrados a los remos, se oiría algún que otro “¡Señor, ayúdanos!” Ellos también eran creyentes.

Dice el relato de Juan que cuando reconocieron a Jesús y se acercó a su barca lo recibieron con entusiasmo ¡menudo alivio! Todo su temor se transformó en alegría ¡Jesús ya estaba con ellos! El “Yo soy, no temáis” había dado resultado y ¡enseguida llegaron a su destino! ¡Qué gran diferencia! ¿Cómo no darme cuenta de que, como creyente en Cristo, Él ha prometido que ¡siempre! va a estar conmigo, que no me va a dejar, que no me va a desamparar. Los discípulos estuvieron pasando una prueba en la que Jesús no estaba con ellos y ¡cuánto lo echaron de menos! Bien es verdad que cuando nos falta algo valioso lo echamos muy en falta cuando lo necesitamos. Jesús era mucho más que “algo valioso”. Ellos habían estado remando duramente en aquella terrible noche y poco habían avanzado a pesar de sus experimentados esfuerzos. Sin embargo, cuando Cristo estuvo en la barca, llegaron enseguida a la tierra donde iban… Nada menos que el mismo Creador de aquellos elementos sublevados, iba con ellos.

Si tenemos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador, aunque la noche de la prueba se presente oscura y el viento de la oposición sea muy fuerte, podemos estar seguros y tranquilos porque a Su lado, estamos mucho más cerca de lo que nos imaginamos del puerto seguro. Y lo mismo le va a suceder a cualquiera que permita entrar a Cristo en el barco de su vida El destino, en este caso la vida eterna, es seguro, solo necesitamos tener a Jesús con nosotros en la barca: “Pues, hay un Dios y un Mediador que puede reconciliar a la humanidad con Dios, y es el hombre Cristo Jesús” (1 Timoteo 2:5).

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