lunes, 11 de febrero de 2013

¡Es un fuego!

“Y la lengua es un fuego; es un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y es la que contamina el cuerpo entero. Prende fuego al curso de nuestra vida, y es inflamada por el infierno.” (Santiago 3:16).

Esta definición tan dura viene a continuación del ejemplo gráfico del potencial devastador que puede tener ¡una cerilla! Y el escritor recuerda: ¡Mirad como un fuego tan pequeño incendia un bosque tan grande! Y la lengua es un fuego…
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Me entristece ver como este pequeño miembro se ha hecho la protagonista de muchas horas en la televisión, horas cargadas de veneno, de odio, de celos, de maldad, horas que sus seguidores aspiran imperturbables con avidez, regodeándose, celebrando las malignas ocurrencias de sus dueños, otras veces lamentando ¡a lo que hemos llegado! pero sin apartar la vista (y el oído) de tan lamentable espectáculo, como si tuviesen necesidad de llenar un espacio de su vida con ese despliegue de brutalidad. Hace unos pocos años, el imaginar que este tipo de discusiones chabacanas llegaría a batir audiencias, se me antoja impensable. Pero ¡a eso hemos llegado! Se le ha dejado rienda suelta y, como el fuego, avanza inexorablemente descontrolada y haciendo daño por donde pasa. “… es un fuego, un mundo de maldad…” Cuánto pueden dañar nuestras palabras a quienes nos rodean. El escritor inspirado lo sabe y por eso nos avisa y amonesta: “Si alguno no ofende en palabra, éste es hombre cabal, capaz también de frenar el cuerpo entero.” Un hombre cabal. Pocas veces se oye esta expresión en estos tiempos. Un hombre cabal es un hombre equilibrado, disciplinado. Si este hombre es capaz de controlar su forma de hablar, puede también controlar su vida en cualquier otra área de su vida. Siempre que sale alguien así como protagonista de una película, termina cayendo bien a los espectadores, causa admiración y me acuerdo de aquel Kung Fu, interpretado por David Carradine en los años 70, una mezcla de asiático y americano de pocas palabras pero sabias porque había sido enseñado a mantener el control de sus actos ¡y de su lengua! ¡Como me gustaba aquella serie! ¿Cuál era la diferencia que más resaltaba en aquel personaje con respecto a sus rivales? Pues precisamente en que la mayoría de los enemigos que se encontraba en su azarosa vida eran unos botarates en modales y educación.
En nuestro País parece que hoy se han cambiado las preferencias y, precisamente en las películas, es donde más se practica el hablar mal. Triunfan los deslenguados y los/las malhablados. Triunfa, en fin, quien está detrás de todo esto.
En el pasaje de Santiago que menciono hay cinco ejemplos gráficos para entender la importancia de la función de la lengua. Primero se describe el freno en la boca que se les pone a los caballos para controlarlos, el llamado ‘bocado’ que es sostenido por el arnés, una pequeña pieza de acero que puede controlar la conducta y la dirección de un animal tan grande. Comparándolo con la lengua es increíble que la lengua también pueda dirigir nuestra vida hacia el bien o hacia el mal. Un pequeño movimiento en falso, puede conducirnos al abismo de la desgracia, de manera que una vez que hemos perdido contacto con el suelo firme, con la Roca, la caída se antoja imparable, raramente encontramos esa ramita salvadora que suele estar en el borde estratégicamente plantada como una remota posibilidad de esperanza, de salvación.
Luego se menciona a los grandes barcos y, en proporción, a lo pequeño que es el timón, con solo moverlo un poquito en una dirección, consigue variar el rumbo de la nave sea esta del tamaño que sea. Que duro cuando suena la voz de alarma: ¡se ha roto el timón! ¡vamos sin control! ¿Por qué? Porque esa pequeña pieza del barco, pequeña en proporción, oculta bajo el agua, es la que nos permite, con un imperceptible movimiento, controlar una nave tan enorme. De igual manera la lengua controla lo que puede desencadenar en una guerra; una declaraciones fuera de tono, una mentira, un fraude, un engaño, un pequeño movimiento de un miembro prácticamente oculto, puede generar una catástrofe de proporciones increíbles. ¿Os parece exagerado? Analizad lo que pasa, y, sobre todo, lo que se dice a vuestro alrededor. Seguramente preferiremos no saberlo, porque igual hasta nos hace daño a nosotros mismos.
La tercera comparación es con el fuego. Ya mencionaba antes la pequeñez de una cerilla. Se cuenta que el gran incendio de Chicago de 1871, una de las mayores catástrofes de la historia, comenzó cuando la vaca de la señora O’Leary tiró de una coz la lámpara de petróleo que iluminaba su establo. No podemos asegurarlo pero lo que sí sabemos es que aquel terrible incendio que duró tres días provocó la muerte de 250 personas, se perdieron miles de hogares y los daños materiales se calcularon en miles de millones de dólares. Bueno, pues la lengua puede provocar daños mayores ya que su potencial para el mal es infinito, por eso Santiago, en su cuarto ejemplo gráfico la define como un mundo de maldad. Los chismorreos. De esto se alimentan mucho los llamados “programas basura”, aunque no hace falta acercarse a un programa de chismorreos para contaminar los oídos. Están continuamente a nuestro alrededor, entre nosotros, hasta dentro de la iglesia. ¡Cuánto pueden dañar nuestras palabras a quienes nos rodean! Amistades, familias, iglesias… la lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo. Un hombre cabal. Qué extraño suena pero que importante es poder practicar el equilibrio de nuestra vida y de nuestras palabras. Clovis G. Chappel, en su libro “Sermones procedentes de los Salmos” escribe: “El murmurador se hace daño a sí mismo… El que se dedica a embarrar a los demás no puede dedicarse a su pasatiempo favorito sin que algo del barro se le quede pegado en las manos y en el corazón. ¡Cuántas veces hemos salido de una experiencia así con una sensación de contaminación! Pero ésta no era en absoluto nuestra intención. Esperábamos en vano que al lanzar barro sobre otros podríamos acrecentar la estimación de otros en nuestra propia limpieza. Fuimos tan insensatos como para pensar que podríamos edificarnos a nosotros mismos derribando a otro. Fuimos lo suficientemente ciegos como para imaginarnos que poniendo un cartucho de dinamita debajo de la casa de nuestro vecino podríamos fortalecer los cimientos de la nuestra. Pero nunca es así. Puede que logremos causar daño a otros, pero el mayor daño siempre nos lo infligimos a nosotros mismos.”

“Prende fuego al curso de nuestra vida (la versión RV 1960 traduce “inflama la rueda de la creación”), y es inflamada por el infierno”, en el sentido gráfico que le podríamos dar a la “rueda” que se pone en movimiento al nacer, el curso de nuestra actividad, de manera que nuestras actividades pueden ser contaminadas por el descontrol de una lengua malvada. Hasta el punto de que esta afirmación es tan severa y solemne que nos advierte la procedencia de la chispa que inicia ese fuego destructor: el infierno. La fuente de la maledicencia está ahí, en ese abismo de maldad que aflora por medio de una lengua maligna.
La cuarta imagen sencilla de retener y de representar en nuestra imaginación es una fiera salvaje. Y la comparación es curiosa: se puede domar a toda clase de animales. Santiago así lo recuerda. Con paciencia y tiempo se puede conseguir. Pero ningún hombre puede domar su propia lengua. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Hemos perdido la batalla para esta doma? Honradamente tenemos que reconocer que esto es cierto en nuestras propias vidas. ¡Cuántas veces nos hemos tenido que arrepentir y arrodillarnos en doloroso arrepentimiento por una frase hiriente dicha en el momento más inoportuno! Entonces ¿no hay solución? Hablar con el único que tiene la respuesta, orar a diario para que Él nos libre del chismorreo, del afán que tenemos para juzgar o censurar al prójimo, de la falta de amabilidad en otras ocasiones perdidas para un buen testimonio cristiano.
Estamos rodeados de un entusiasmo diabólico por el mal hablar. Nosotros estamos con el Señor. Esforcémonos por seguir su ejemplo y sus instrucciones al respecto. Seamos prontos para perdonar, no hablemos mal de nadie ni ayudemos a propagar los chismes. Hablemos con amor sincero, tratemos con ese mismo amor los malos entendidos. Oremos juntos al respecto. Intentemos ver a Cristo en nuestros hermanos en lugar de exagerar los pequeños errores o fallos. No nos dejemos llevar por la ira. Si notamos esto al empezar a hablar, usemos el “freno”. Es mejor no hablar.
Finalmente la lengua es comparada a una fuente. ¿Será posible que de un manantial brote agua dulce y amarga por la misma abertura?... Tampoco de una fuente de agua salada brota agua dulce. O sea, que nuestra forma de hablar debe ser buena o… buena. ¡Siempre agua dulce! Dice el proverbio: “Fuente de vida es la boca del justo, pero la boca de los impíos encubre la violencia.” Y también: “La suave respuesta quita la ira, pero la palabra áspera aumenta el furor.”
Analicemos nuestra manera de hablar. Revisemos a ver si edifica o perturba. Y si no edifica, cambiemos el rumbo. Pidámosle ayuda al Señor. Siempre estamos a tiempo. Practiquemos la verdad y esforcémonos en la pureza. Amén.

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