Colaboración de Manuel José Díaz Vázquez
“En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”. (Mateo 11:25-30)
Con unas palabras llenas de
reverencia y reconocimiento, que es lo que envuelve la alabanza, señala el Hijo
la total autoridad del Padre, quien reina sobre todas las cosas. Su poder es
algo maravilloso e inefable: es el Creador, hace milagros, juzga con total
justicia, para Él no hay nada imposible, todo está bajo su control…, y oculta
con celo la verdadera sabiduría de aquellos que quieren apropiársela por
caminos no dispuestos por Él (el único camino es Cristo) y se extravían. Porque
es Dios mismo quien establece las normas para adquirirla. Él y solamente Él,
estipula las reglas que rigen todo lo concerniente al verdadero conocimiento.
Fijémonos en el contraste: “porque escondiste estas cosas de los
sabios y de los entendidos…”. La palabra “esconder” conlleva un
ocultamiento, un cubrimiento con defensa activa. Podemos hacernos una idea si
pensamos en la espada encendida dispuesta para guardar el camino del árbol
de la vida que se nos narra en el Génesis. El verdadero conocimiento
está protegido, oculto, inaccesible, y es revelado solamente a aquellos que
tienen una actitud adecuada para con Dios, en contraposición con los sabios y
los entendidos, que representan, en líneas generales, a las personas soberbias
y arrogantes en su propia opinión y que no tienen en cuenta a su Creador, que
viven de espaldas a Él, y se creen sabios y entendidos en sí mismos.
Frente al Evangelio, todo hombre y mujer se encuentra en igualdad de condiciones, sea cual sea su grado de inteligencia, su nivel de estudios, su posición social, la educación recibida, el tiempo en el que ha vivido…, lo que determina si adquieren o no la verdadera sabiduría es la sencillez de corazón para aceptar de buen grado lo que Él tiene a bien decirles por medio de Su Palabra encarnada en Su bendito Hijo Jesucristo.
Con el término “niños”, se hace referencia a este grupo de personas, las sencillas de corazón, que creen en Él. Cristo representa el punto álgido, insuperable, de sencillez y nobleza de corazón, de madurez espiritual, que no está reñida con las otras características, porque la madurez se adquiere, aunque parezca una contradicción, de esta manera, porque son los “niños” (y no se refiere a los infantes), es decir, los sencillos de corazón, los pobres en espíritu, los que reconocen su necesidad delante de Dios, y son los que, (¡bendito sea el Señor!), alcanzan la verdadera madurez, dicho de otra manera, los que tienen conocimiento y discernimiento de estas cosas, porque les son reveladas. Padre e Hijo componen una unidad de amor y conocimiento, unidad a la cual se nos invita a unirnos…
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Este llamamiento, esta invitación (algún comentarista dice que es general, a todos los hombres, y pudiera ser, aunque por el contexto se vislumbra otra cosa), da la impresión de que es a los “niños”, aquellos que están dispuestos a aprender porque saben o intuyen de sus carencias, son los que quieren ser enseñados y están dispuestos a oír la enseñanza, por eso el Señor dice después: aprended de mí, a diferencia de los sabios y entendidos que confían en sí mismos y en su propio criterio. Evidentemente como se dice en Juan 6:37, “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera”, cualquiera, en un determinado momento, puede ser susceptible de aceptar esta invitación, y pertenecerá al grupo de “niños”, o las personas que son dadas de antemano por el Padre al Hijo, las que sola y exclusivamente tienen el privilegio de conocer estas cosas. El Padre ya las conoce y se las da al Hijo. (Léase Juan 17).
Los sencillos de corazón sufren ante las vicisitudes de la vida, porque son conscientes de su naturaleza que tiende al pecado, porque se llenan de dudas, perplejidades y temores, porque se agitan por las circunstancias tan cambiantes, porque se turban ante la presión legalista de la religión oficial, porque ven que la hipocresía, la mentira, la impiedad…, campan a sus anchas. “En el mundo tendréis aflicción…”, dice el Salvador, pero no estáis solos, es un compromiso personal mío el haceros descansar “yo os haré…” y os digo cómo, hacedme caso, sed como yo. Jesucristo es la persona más cercana al creyente, la más asequible… El alma se turba, los afanes de esta vida os acongojan, pero podéis descansar, haced lo que yo os digo: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga”. Es en la comunión con Él como se aprende, y como se adquiere su carácter, recordemos ese dicho: “Dime con quién andas y te diré quién eres”; el yugo es el símbolo de esa comunión. Es el maestro y tenemos que tener claro que la relación con Él es lo más importante de nuestra vida. La verdad nos libera, y nos indica la clave: la mansedumbre y la humildad, el tener claro que somos hechura de Dios, que dependemos absolutamente de Él; el tener una opinión cabal de nosotros mismos, ya que la mansedumbre y la humildad expresan una concepción de Dios y una concepción de uno mismo, de poner a cada quien en su lugar. Entramos en esa relación, en una disciplina amorosa, literalmente, se puede decir, que Él quiere domarnos, que nos refrena, que nos enseña a entrar y a vivir de una manera completamente diferente, elevada, en una nueva esfera que deja atrás todo lo anterior, conforme al ejemplo de Su Hijo.
Estas cosas están escondidas, pero si miramos a Jesucristo y aprendemos de Él, hallaremos, encontraremos estas cosas que son especial tesoro. Algo esencial en la vida humana es el descanso del alma. La vida la agita continuamente, los afanes y las ansiedades la perturban… Y la receta es la humildad y la mansedumbre que llevan a confiar en Dios y en Su Hijo para encontrar la verdadera y genuina paz… Los padres enseñan a sus hijos a hacer muchas cosas en la vida. El Señor nos enseña las más importantes, las esenciales. Él es el creador de la vida y nos enseña a vivir, a vivir la vida eterna, que es el conocimiento de Dios.
No se puede ser cristiano y no ser humilde. Porque la mansedumbre es una de las características del carácter cristiano. Un cristiano arrogante es una contradicción. Todos, no cabe duda, podemos tener malos momentos, pero la estela que debemos dejar, si nos decimos cristianos, es la de la humildad y la mansedumbre a imagen de Aquel que nos está enseñando a vivir la nueva vida. Si nos decimos cristianos, y no somos humildes, lo dejamos a Él en mal lugar. Al contrario, si somos como Él, demostramos quienes somos, teniendo Su propio carácter, estando en comunión con Él y damos, así, verdadero testimonio del Evangelio, y no olvidemos que la verdadera mansedumbre es fruto del Espíritu Santo, no un don natural…
Busquemos con todo nuestro ser la comunión íntima con nuestro Divino Salvador para mostrar al mundo la realidad de esta experiencia. Que Él nos ayude a ser sencillos, humildes y mansos de corazón a imagen de Su carácter, porque solamente los que son como Él, heredarán la tierra.
Manuel José Díaz Vázquez
** Manuel es autor de las novelas "Queso fresco con membrillo", "A las vacas de la señora Elena no les gusta el pimiento picante" y "La calavera de Yorick" (Ediciones Atlantis).
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