Sin embargo en la Biblia se predica exactamente lo contrario: ama al prójimo como a ti mismo. ¡Qué difícil! Sin la intercesión del Espíritu Santo (Dios) en nuestras vidas, es imposible.
El domingo, en el Culto, durante la predicación, descubrí un ejemplo, el cual, por su humildad, por lo poquito que se habla de él, pasa prácticamente desapercibido: Epafrodito. No es un nombre fácil ni conocido, apenas 7 versículos se ocupan de él en la carta que Pablo escribe a los filipenses y, aunque para nosotros es un nombre extraño, su significado, sin embargo, nos es bien conocido: “amable” o “digno de ser amado”.
Es triste ver que la frase “todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” la dice Pablo pensando en cristianos, en seguidores de Aquel que había dicho ‘ama al prójimo, ama a tu enemigo’, por eso Pablo marca un gran contraste cuando anuncia a los filipenses que les va a enviar a Epafrodito, alguien que lleva a la práctica las enseñanzas del Maestro. Pablo tenía plena confianza en este hermano; dice de él: “…Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de milicia y vuestro mensajero y suministrador de mis necesidades”. Los creyentes en Filipos ansiaban verlo porque se habían enterado que había estado enfermo y, aprovechando que llevaba cartas de Pablo a las diferentes iglesias, también le llevaba al apóstol la ayuda material que éstas le enviaban para su sostenimiento. Y efectivamente, había estado (en palabras del Apóstol) “enfermo de muerte, pero Dios tuvo misericordia de él”. Y hasta aquí todo podría ser bastante normal, si no nos enterásemos por qué razón había enfermado Epafrodito, pero, casi por encima, y si no nos paramos un poco en el texto pasa desapercibido, descubrimos que había arriesgado su vida para cumplir con su compromiso de llevarle la ofrenda a Pablo, o, como Pablo lo define “a causa de la obra de Cristo”.
Teniendo en cuenta que todos buscan lo suyo propio, tenemos un claro ejemplo de alguien que no, que tenía una prioridad, una meta, totalmente opuesta a la meta de la inmensa mayoría de las personas: ayudar a un hermano querido, que además estaba encarcelado y que dependía de las atenciones de unos pocos fieles a él, a la Obra y a Cristo, hasta el punto de que había estado a punto de morir por su compromiso la Obra de Cristo.
La influencia del mundo en la Iglesia es muy fuerte en estos tiempos y no estamos libres de vernos afectados por ella. “Todos buscan lo suyo propio” se ha convertido en un lema en la sociedad y, dentro de ella, en un lema de muchos jóvenes, especialmente en el ámbito laboral, donde la carrera por el éxito ciega las conciencias y los escrúpulos de muchos y donde palabras como “compañerismo”, “equipo”, e incluso “amistad”, han perdido su significado.
Los cristianos, en palabras de Jesús, somos la “sal” y la “luz” de este mundo. Pero Jesús añade: “Si la sal pierde su sabor ¿con qué será salada? No vale más para nada”. Ahí debería estar la diferencia. ¿Y la luz? No se enciende para ponerla debajo de un cajón, dice Jesús, sino para que alumbre. La explicación podría ser muy larga y profunda, pero, sencillamente, lo que el Señor está indicándonos es que, como creyentes, debemos dar un toque de “sabor” a esta sociedad insípida, falta de valores, egoísta, hedonista. Si con nuestro testimonio, nuestra manera de vivir, nuestras opiniones, nuestros actos… somos un reflejo de Cristo, estamos mostrando a los demás cómo es una persona cambiada por el Amor de Dios, un Epafrodito que piensa en los demás más que en él mismo, un colaborador, un compañero, alguien en quien se puede confiar ¡de verdad!
El creyente no es luz en sí mismo, pero es luz en el Señor. La acción salvadora de Dios hace posible esta transformación, “Porque el Dios que dijo: “La luz resplandecerá de las tinieblas” es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo.” (2 Corintios 4:6). ¡Que así sea!
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