lunes, 21 de septiembre de 2020

La incertidumbre actual

La sociedad de la incertidumbre: No se turbe vuestro corazón

(Editorial publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre - Octubre 2020. Nº 295. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)

Los inicios de siglo y milenio, como todos los grandes comienzos, suponen un optimismo que la experiencia histórica no justifica. Nos gusta pensar que toda primera hoja de calendario abre la posibilidad de perfeccionarnos y perfeccionar lo que conocemos.

Sin embargo, apenas inaugurada esta nueva era, la forma brutal con que el terrorismo amenazó al mundo occidental en los atentados a las torres gemelas de Nueva York (2.001) y sus réplicas en Bali (2.002), Estambul (2.003), Madrid (2.004) y Londres (2.005), más los siete años de crisis financiera, más el avivamiento de los rescoldos yihadistas en París (2.015) y Barcelona (2.017) desmontaron con fuerza la ingenua ilusión de muchos por alcanzar el año 2.000.

 Y es que parecía llegar el siglo XXI con una sociedad del bienestar prácticamente instaurada, libre de riesgos, asegurando el poder adquisitivo a todo el que se jubilaba, que recibía inmigración con la confianza de repartir riqueza. Esperanza de vida en alza y sanidad pública entre las mejores del mundo. Inaugurábamos el milenio con la sociedad del conocimiento abriéndose paso entre redes digitales, telefonía móvil, ordenadores portátiles, videoconferencias, movilidad total, con incrementos exponenciales del tráfico aéreo y las líneas de alta velocidad.

Sin embargo, el terror a horribles mutilaciones y quemaduras por acciones de Al Qaeda y sus imitadores, alcanzó de lleno a muchas personas y trasladó a la opinión pública desde sus sueños de bienestar y conocimiento hasta un estado de postración anímica, de desesperanza, de dolor anticipado. Hubo que rediseñar la seguridad en grandes concentraciones de personas. De forma casi obsesiva, en aeropuertos y estaciones. En nombre de la seguridad nos fuimos despojando de lo más valioso para pasar por un arco de seguridad. Y mientras tanto, afamados terapeutas producían bestsellers de autoayuda como “Nuestra incierta vida normal” sin saber lo que estaba por llegar.

La burbuja inmobiliaria-financiera estalló y los bancos centrales dotaron de enormes inyecciones de liquidez a los mercados para dar seguridad a los inversores y a los estados.

Ya casi nos parecía normal el estrés necesario antes de embarcar un vuelo, o la precariedad de los empleos post-crisis 2008, las nuevas cláusulas añadidas a las hipotecas y las comisiones bancarias hasta por enviarnos cartas. Pero de repente nos ha llegado la nueva peste. Se acabó el viajar y para muchos también el precario trabajo. La mayoría de los vuelos se han cancelado, los empleados de las líneas aéreas o de la hostelería no saben qué pasará con su futuro y el miedo al daño, el dolor y la muerte ha tomado forma de infección silenciosa. El pánico a la enfermedad sin cura, al aislamiento prolongado y al colapso de los sistemas sanitarios, ha provocado una parálisis de tal magnitud en la economía, las relaciones y los planes de formación, que no se sabe cómo poner en marcha el curso 20-21, no se sabe cuántos tendrán trabajo en unos meses y cómo será la normalidad del año próximo.

Los sociólogos y filósofos se esforzaban en encontrar un término que describiera la nueva modernidad, como Bauman con la sociedad líquida o Beck con la sociedad del riesgo, pero hemos ascendido un peldaño más, apenas concluida la segunda década, y parece cada vez más apropiado definir con Daniel Innerarity el presente de la humanidad del siglo XXI, como la sociedad de la incertidumbre.

Los acontecimientos de los últimos meses evocan épocas muy remotas. Cuando el otro era un potencial enemigo. Cuando Caín, culpable y desterrado clamó: “cualquiera que me encuentre, me matará”. Hay una extraña sensación de hostilidad creciente, de una parte prejuzgando y señalando al vecino por acciones que antes nos parecían hasta divertidas y rompedoras. De otra, saltándose la realidad declarándola nula. Los argumentos racionales se están desmoronando en favor del último bum de las redes sociales. La verdad tiene apariencia de lo más retuiteado y la esperanza está solo en manos de quienes consigan la ansiada vacuna, hasta que se descubra un nuevo virus del terror. La incertidumbre se transforma en desconfianza y las diferencias ideológicas o posiciones políticas en agresiones contra la salud.

Recordamos la controvertida movilización de Lutero y muchos cristianos ante uno de los rebrotes de peste más graves en Wittenberg y alrededores, en 1527, con la perspectiva de la bubónica que se había llevado a casi la mitad de la población europea. En lugar de una huida inmediata, como era la norma, decidieron quedarse en la ciudad a cuidar y acoger enfermos, algunos de ellos moribundos, que nadie deseaba tener cerca. No fueron temerarios y por supuesto, buscaron toda la protección sanitaria a su alcance. No tenían la seguridad de no enfermar, pero sí de que era lo necesario. Ante la incertidumbre del mañana, tenían la esperanza de la eternidad, el deseo de servir a la comunidad y honrar así al Salvador.

Hoy el riesgo parece mucho menor, pero la necesidad acuciante para nuestra sociedad de la incertidumbre es superar el aislamiento y el miedo con fe. El único fundamento de esa fe es Jesucristo: “porque nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo.” (1Co.3.11): la evidencia de la resurrección y la inminencia del Reino. Como iglesia, haremos bien en desechar la parálisis, compartir nuestra fe con más celo que nunca. Esforzarnos por hablar con las personas, interesarnos por lo que les preocupa, suplir sus necesidades en la medida de nuestras fuerzas y recursos. Orar por cada una de ellas. Permear nuestro entorno. Jesús, no solo habló palabras de vida eterna, sino que las tradujo a humanidad y actuó; llegó hasta el final en obediencia, seguro de que todo su sufrimiento daría salvación a quienes Él y su Padre amaban tanto.

“No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí. En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar” (Juan 14:1-2).

 

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